Eugenio Marrón

«Sin empinarme mido fácilmente un metro sesenta. Desde pequeño fui pequeño», gustaba decir con su humor característico. Había nacido en Tegucigalpa el 21 de diciembre de 1921, hijo de padre guatemalteco y madre hondureña, pero su infancia, adolescencia y años iniciales de juventud transcurrieron en los confines paternos, de donde levantó velas o alzó el vuelo —como se prefiera de acuerdo a la metáfora más acomodaticia para un linaje de tan legendaria especie— en septiembre de 1944, tras caer la dictadura del general Jorge Ubico y escapar de prisión con rumbo a tierras mexicanas.
Un mes después, al triunfar la revolución encabezada por Jacobo Arbenz, se inicia como diplomático en el Consulado guatemalteco y allí se desempeña hasta 1954, cuando al ser derribado el gobierno de aquel, decide irse a Chile, donde sería secretario de Pablo Neruda. Regresa a México en 1956 y allí establece su residencia definitiva para toda la vida: el escritor comienza a desplegarse con creces desde un remoto día de 1959 cuando las ediciones UNAM (Universidad Nacional Autónoma de México) publican su primer libro, Obras completas (y otros cuentos).
Contrario a lo que podía esperar cualquier lector, no se trataba de un volumen con «todas» las narraciones del autor en su debut y un puñado más: el título de una de las piezas —la última— era precisamente Obras completas, por lo cual la broma —tan sagaz como intrépida— quedaba servida. Y la cantidad de cuentos no podía ser más elocuente: trece, el número de cielos en la mitología azteca y de días en que se dividían los periodos del calendario lunar mesoamericano. Pero, sobre todo, en la mitad de las poco más de sus ciento treinta páginas, un cuento destinado a ser un clásico, de una sola frase o si se prefiere de una sola línea: «Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí».
Desde ese momento y hasta el 7 de febrero de 2003, fecha de su partida final hacia algún lugar de la luz, el título de aquella pieza, «El Dinosaurio», se convertirá en su pasaporte por excelencia a la hora de la literatura, sin olvidar que le acompañan doce narraciones breves y precisas, pulcras y cristalinas, traviesas y sutiles: el comienzo de su leyenda.
Si bien «El Dinosaurio» es el más célebre cuento de aquel libro inaugural, resulta imposible olvidar «Míster Taylor» —la historia de aquel cazador de cabezas en las profundidades amazónicas —, «Sinfonía inconclusa» —el hallazgo de una partitura de Schubert en una iglesia de barrio en Guatemala—, «El eclipse» —un fraile frente a sus captores aborígenes en el siglo XVI— o «El centenario» —las andanzas del sueco Orest Hanson, el hombre más alto del mundo a finales del siglo XIX—, por citar otras cuatro narraciones ejemplares.
Todos los libros de aquel escritor conforman un territorio inagotable para el gozo de un explorador audaz, sea a la hora de su descubrimiento o a la del reencuentro, porque quien llega por primera vez a aquellos límites, sin dudas volverá. En tal sentido lo advierte otro libro memorable suyo, La oveja negra y demás fábulas (1969) —tanto este como el anterior tienen ediciones cubanas a la sombra de la Casa de las Américas—, cuarenta fábulas que al decir de Gabriel García Márquez hay que leerlas manos arriba: su peligrosidad se funda «en la sabiduría solapada y la belleza mortífera de la falta de seriedad». Un quinteto de lujo lo confirma: «El mono que quiso ser escritor satírico», «El sabio que tomó el poder», «La Rana que quería ser una Rana auténtica», «Sansón y los filisteos» y «El paraíso imperfecto»; dada su brevedad elijo para citar la última: «Es cierto —dijo mecánicamente el hombre, sin quitar la vista de las llamas que ardían en la chimenea aquella noche de invierno—; en el Paraíso hay amigos, música, algunos libros; lo único malo de irse al Cielo es que allí el cielo no se ve».
Entre los perdurables libros suyos, se ubican también Movimiento perpetuo (1972) —suma de textos que evitan cualquier clasificación probable para oscilar entre el aliento del cuento y el placer del ensayo—, de modo muy especial «Las moscas», donde asevera que «hay tres temas: el amor, la muerte y las moscas. Desde que el hombre existe, ese sentimiento, ese temor, esas presencias lo han acompañado siempre»; y Lo demás es silencio (1978), en torno a la vida y la obra «casi imaginarias» de Eduardo Torres; un Alonso Quijano en la parroquia centroamericana de San Blas, un espíritu burlón o un sabio pueblerino según se le mire, una novela ubicable en cualquier geografía entre el Bravo y La Patagonia.
Punto y aparte son La palabra mágica (1983), una joya de joyas, fulgor de elegancia desde la médula de la lengua española, con sorprendentes y agudos homenajes a autores y géneros literarios —desde William Shakespeare y Francisco de Quevedo hasta Horacio Quiroga, Ernesto Cardenal y Jorge Luis Borges; desde las novelas sobre dictadores y la traducción literaria hasta los libros en los que «los escritores cuentan su vida»—; y su autobiografía Los buscadores de oro (1993), uno de los más hermosos recuentos de una existencia, y de modo muy específico la infancia del escritor. ¿Y cuál es el oro en búsqueda?, se preguntará el lector. Pues el encantamiento del lenguaje, ya que la busca se dirige permanentemente a ello: tal como ha advertido el escritor mexicano Juan Villoro, el libro «no recrea el pasado como fue, sino como sigue siendo».
Es precisamente en Los buscadores de oro donde se encuentran algunas de las más altas cotas de esplendor doliente y franco a la hora de entregar el retrato de un padre, auténtico lujo verbal de amplia resonancia: «Era bueno. Era débil. Se mordía las uñas (…) Usaba anteojos de aro metálico y su ojo derecho era un tanto estrábico. En un tiempo usó refinadas botas de alta botonadura con polainas de paño gris. Era sentimental respecto de los pobres y quería cambiar el mundo por uno más justiciero. Con todo esto era natural que bebiera en exceso. Constantemente se llevaba a la boca puños de bicarbonato (…) Sus entusiasmos eran breves como largas eran sus esperanzas, que le duraron toda la vida sin que ninguna se cumpliera».
Al referirse al autor que motiva esta columna, Villoro apunta que «nunca ha querido tener un estilo, en cada libro ha reinventado sus recursos». Así es. Desde su obra, la lengua española alcanza un horizonte digno de los más audaces y expertos navegantes. Y, finalmente, claro está que, aunque no se haya escrito su nombre hasta ahora en esta columna, Augusto Monterroso es imprescindible para recordarnos que la literatura cada vez que despertemos estará allí, en el alma de la lectura. Fin y comienzo de año con El Dinosaurio. ç