Fracasa mejor. El error como camino efectivo a la creación*

Por: Mauricio Kartun

Terrenal. Pequeño misterio ácrata (Premio El Gallo de La Habana, 2022), del grupo dirigido por el maestro argentino Mauricio Kartun fue reconocido con el Premio Villanueva, que otorga la Sección de Crítica e Investigación de la Asociación de Artistas Escénicos de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (Uneac) a los mejores espectáculos cubanos y extranjeros presentados en el país en el año 2022.

El maestro Mauricio Kartun ofreció esta conferencia en la sala Che Guevara de la Casa de las Américas durante la edición de 2022 de Mayo Teatral

Es una formalidad que deja de serlo cuando la manifiesta el afecto real: Agradezco una vez más a Mayo Teatral esta invitación. Después de tantos años de escuchar hablar de la mítica Casa de las Américas, uno tiende a olvidar que la casa además de todo es efectivamente una casa. Uno empieza a imaginar una abstracción. Y de pronto, llegar y encontrarnos con este espacio precioso, y confirmar que además del mito existe físicamente y es una casa. Que no era simplemente un nombre. Que aquí están quienes trabajan en ella, y está también el recuerdo de todo lo que se ha hecho. La Casa es una institución extraordinaria para mi generación y muchas más.

Elegí el tema de esta charla (llamarla conferencia sería mucha pompa) porque creo en algunas raras virtudes de nuestro hacer de las que se habla poco. Condiciones por suerte inadvertidas por los de afuera, porque si todo el mundo lo supiera, se pasaría para adentro. Pelearía por vivir en el único lugar donde –y de esto justamente vamos a hablar–, podemos equivocarnos sin padecer demasiado la culpa.

A ver…

El error es tradicionalmente el lugar de la culpa. Vivimos atemorizados, aterrorizados, por hacer las cosas mal. Todo lo que hacemos está connotado en la imposición –por qué no decirlo– idiota, de acertar. Hacemos esfuerzos desmesurados para acertar, nos formamos obsesivamente para acertar. Para que las cosas salgan perfectas en el primer intento. Dar en el blanco en el primer tiro. En todo. El alumno debe acertar, el maestro también, todo lo que hacemos nos prepara para hacer sin equivocarnos previamente. En uno de los pocos lugares donde el error no solamente está legitimado, sino hasta protocolizado es en el arte porque –digámoslo, tenemos, incluso, hasta protocolos para trabajar con el error–; no sé si hay muchos espacios parecidos.

Por supuesto aparecen excepciones también entre nosotros, claro: cuando la producción entra en el ritmo de lo que conocemos como teatro comercial, o bien en el cine, o la televisión, donde manda la industria. Allí no. Allí el arte pierde esa capacidad de equivocarse porque, una vez más, presiona el requerimiento fordista; la maldita máquina capitalista de generar ansiedad. Allí una vez más el objetivo vuelve a que hay que hacer las cosas a ritmo rentable y producir minimizando el error. Y empieza a manifestarse la degeneración más angustiosa del artista: la del artista que necesita acertar.

Para formar artistas certeros, infalibles, la industria ha creado una extensa bibliografía sobre cómo lograrlo. Por ejemplo, para escribir dramaturgia, mi oficio. Y desde aquel maestro, Lajos Egri, con quien estudié de segunda mano, –a través de un discípulo suyo–, hasta los manuales de guion que uno puede encontrar hoy publicados, todos dan recetas para conseguirlo. Recetas para no arriesgar.  

Mauricio Kartun y Vivian Martínez Tabares, directora de Teatro de la Casa de las Américas

Cuando empecé a estudiar a Egri, creí al principio que efectivamente allí estaba el secreto. Lo horroroso era que a mí no me salía. Ostento una condición un poco bizarra, voy a confesarlo; he recibido un profesorado y dos doctorados Honoris Causa, pero nunca conseguí aprobar el colegio secundario. Nunca pude aprobar ni Matemática, ni Física, ni Química de quinto año. Y si llegué a mis cátedras en la Universidad fue por una ley que tenemos –gracias, nada menos, que a Jorge Luis Borges, dicen– una ley de saberes especiales, que establece que si alguien enseña algo que alguien antes no se enseñó en la Universidad, no se le puede exigir título. Y como fui allá el creador de la carrera de dramaturgia, pues nadie me pudo exigir la papeleta. Hoy –claro– no podría competir en ningún concurso docente porque cualquier alumno mío me ganaría el cargo: ellos sí tienen ese diploma, que yo les firmé.

Cuando empecé a escribir, mi impresión era: Si no conseguí siquiera terminar el colegio secundario pero quiero dedicarme a esto, debería aprender de una vez por todas a obedecer seriamente a los manuales y a sus recetas. Y a poco de intentarlo comprendí en la experiencia –me llevó muchos años poder entenderlo y explicarlo como voy a intentar ahora–, que en realidad se trataba de otra cosa: se trataba en cambio de aprender a fluir. En el arte, y en la vida también, por qué no. A fluir sin temor. Sabiendo que mucho de lo que allí encontrase sería extraordinariamente imperfecto, pero que solo aceptándolo, dejándolo aparecer, y poniéndolo en estado dialéctico, podía llegar a otra cosa.

Fluir acrítico. No hay sinónimo más preciso para eso que llamamos inspiración.

En el arte podemos –y debemos– errar en el sentido más literal: vagar. Aceptar que la nuestra es actividad vagabunda, nómade. Deleuze llama a Nietzsche “pensador nómade”; habla de los pensadores que van de una cosa a otra. Nietzsche decía que dentro de él se mezclaban el filósofo, el escritor, el poeta, y a veces sentía que su cabeza pariría centauros. Porque mezclaba todo y aparecían, a través de toda esa mezcla, pensamientos con una lógica fuera de todas las lógicas.

Errar. Vagar. Llevó tiempo entenderlo. Es difícil contemplar a lo propio. Y es tan importante poder hacerlo. Ayer me senté junto a la ventana del hotel, desde donde se ve el mar, simplemente a contemplarlo. A veces perdemos de vista el placer extraordinario de contemplar. Contemplar: una palabra de raíz preciosa. Está el “con” que implica siempre la acción conjunta y el “templum”, el templo, el lugar sagrado para ver el cielo. Aquello que hacían los viejos augures sentados frente a un espacio, tratando de que ese espacio les hablara, sin hacer fuerza, con todo el tiempo por delante, simplemente contemplándolo. Bien: así contemplo también cada tanto esta existencia nuestra de artistas. Y concluyo como el augur: “Estamos en el mejor lugar que nos pueda haber tocado”. Y en mi caso quizá ni siquiera lo elegí, tal vez me vino por descarte. O por casualidad, vaya a saber.

A los veinte años trabajaba en el Mercado de Abasto, en una labor que había heredado de mi padre. Y me levantaba a las dos de la mañana para vender papa, cebolla y zapallo. Gracias a una novia, que era dactilógrafa y tipeó un cuento que yo había escrito, gané un concurso literario y eso me enrumbó. “Para allá”. Y fue ahí que caí en este lugar afortunado donde –valga la reiteración interminable– no es imprescindible acertar en el primer intento. Ni en el segundo. Ni en el tercero. Y donde mucho de lo desacertado resulta al final material precioso.

Acertar viene de cierto, y cierto viene de cernir. El cernidor es un colador fino con el cual uno puede tamizar la harina. La harina viene con grumos, granos grandes que se escaparon de la molienda, gorgojos, puede traer alguna basura, y uno la pasa por el cernidor para que se vuelva talco impalpable, porque eso, naturalmente, colabora en la uniformidad de cualquier cosa que cocines. Claro, todo lo que queda en el cernidor se tira.

Cierto, reitero, viene de cernir. Todo aquello en lo que nosotros acertamos, estaría entonces uniformado por el tamaño del agujerito del cernidor. Uniformado en el sentido más degradante de la palabra. Uni forme: una sola forma. Un uniforme es una horma. Y nosotros, que tenemos el desafío justamente de crear formas, que tenemos el extraordinario desafío de hacer que las viejas formas se transformen en forma nueva, ¿vamos a someternos a la paradójica exigencia del agujerito?

Cada vez que queremos acertar, lo que sale se parece a lo de los otros, ¿por qué? Porque los otros ya pasaron lo suyo por ese mismo diámetro.

Nosotros los artistas en nuestra paradoja trabajamos con esa zona degradada que en la cocina va a parar a la basura: aquello que queda en el cernidor. Lo que no pasa. Los artistas vivimos en un mundo extravagante, en el que una vez que salió todo el talco, nos quedamos a buscar las pepitas de oro.  Porque, atención, con el cernidor se busca también oro en los ríos. Nosotros –como el minero– trabajamos con lo que queda dentro, y no con lo que pasa, no con lo cierto, que es lo que pasó, sino con lo cernido, con aquello que restó. Podríamos pensar que el arte es la acción extravagante de combinar grumos. Los de la harina están producidos muchas veces por los gorgojos. Esos bichitos que se encargan de tomar un uniforme y apelotonarlo, unirlo para que pase lo que se parece entre sí y nos deje la posibilidad de lo otro; lo agrumado, lo diferente, lo que creó forma en su combinación, lo que no pasa, lo que se escapó de la molienda. Con eso es justamente con lo que trabajamos nosotros.

Los gorgojos en la harina son en el arte las musas.

Por eso esta invitación amistosa a contemplar nuestros privilegios. Y más aún: a tomar como dogma y como catecismo la hipótesis de trabajar errando. Y divertidos, por qué no. Porque divertidos nos entusiasmamos. Y entusiasmarse es estar “en tu Theos”. En tu dios.

Divertir también es palabra poderosa. Divertir es vertir por un segundo rumbo, no ir por el lugar por el que hay que ir sino ir por el otro. Por eso reís cuando te divertís, porque hay algo que te sorprende –sorprender es hacer presa–, te apresa porque te divirtió. Creías que iría por acá y te sorprendió por allá. La esencia del humor.

Tengo varias historias que me gustaría compartir con ustedes para hablar de todo esto. Permítanme empezar con una de mi infancia que puede ilustrar un poco.

En el primer colegio al que fui, la maestra tenía su regla de trabajo: Hacíamos nuestra tarea en dos cuadernos: el que llamábamos número uno, y el borrador. El precioso borrador. Borrador: palabra cara a cualquiera que escriba. Sabemos el valor del borrador. Trabajábamos a diario en el borrador, ella nos decía por ejemplo: “Bueno, ahora vamos a redactar, vamos a hacer una composición”. Uno se sentaba, tomaba su borrador, y escribía. Luego, ella indicaba “Bueno, ahora corrigen lo escrito y lo pasan en limpio muy prolijito al número uno”. El número uno era el cuaderno que se podía mostrar. Y cuando venía la inspección, algo que se recibía cada tanto, soltaba orgullosa: “Alumnos, saquen el cuaderno”. Por supuesto, el borrador lo tenías escondido; el que se mostraba y ostentaba era aquel número uno.

En el borrador yo practicaba una especie de raro impresionismo. Era impresivo, digamos, recogía las impresiones además de las expresiones. Iba a parar allí lo que me pasaba por la cabeza. Era un cuaderno de trabajo en el que paradójicamente podía jugar también.

Hace algunos años me rencontré en la casa de mi madre con aquellos cuadernos. Fue una impresión muy grande. Abrí el borrador y encontré allí quién era yo entonces. Había algunos escritos irreproducibles, había muchos dibujos de autos de carrera y de armas. Yo compraba por entonces unas revistas que se llamaban Hot Rod, donde se armaban autos de carreras sobre carrocerías de coches antiguos. Soñaba con correr carreras y dibujaba autos. Autos y armas. Mi padre era cazador y desde pequeño me llevaba con él. Me fascinaba ese mundo masculino de las armas. En ese cuaderno trabajaba con soltura y con personalidad. Trabajaba, sí, pero en el marco de mis sueños. De mi identidad. Y en términos prácticos: escribía y luego, cuando tenía que pasar al número uno, hacía exactamente lo mismo que hago ahora cuando saco escenas del borrador y paso a lo que sería hoy mi número uno –el segundo borrador, el tercero, el cuarto–: Corregir.

Y de eso vamos a hablar ahora.

Corregir: hacer el trabajo precioso, dialéctico y creativo de corregir. Chapalear sobre el error buscando la perla en el barro.

Vuelvo a aquellos cuadernos. Un día, cuando tenía ya diez años me cambiaron de colegio, y me pasaron a otro en el que la maestra, –señorita Kika la llamábamos–, no nos daba esa chance del borrador, del corregir, del fluir. Nos imponía puntería: escribir bien y en versión definitiva. Acertar. Lo que escribías allí quedaba. Y se calificaba al que acertaba. Y al que no, se lo penaba. Cuando empecé a releer aquellos otros cuadernos, sentí una diferencia extraordinaria. Con el borrador pasado al cuaderno número uno mi escritura era muy buena; con la señorita Kika escribía horrible. Con ella ya no podía escribir impresivamente. Ya no escribía yo, rodeado de las cosas que me apasionaban, y confiado en el corregir; ahora escribía la señorita Kika, yo tenía que escribir para gustarle a la maestra. Usaba palabras difíciles, expresiones que creía que tenían que ver con lo que creía yo que quería ella. No arriesgaba. Y comprendí tardíamente que escribía mal –y me angustiaba– porque intentaba que todo estuviese en la medida del diámetro de lo que me pedían en el colegio. Que ya no jugaba. Que en mi conciencia de mal alumno, hacía esfuerzos por parecer mejor. Y empeoraba.

 Eso mismo, así tal cual, empecé a aplicarlo luego al trabajo, a la propia escritura, y vi una vez más que en realidad el gran secreto de nuestro trabajo estaba en conseguir fluir primero y luego corregir obsesivo. Y que no era un acto de dar cuenta de errores, hacer el mea culpa, sino de aceptar que por el contrario el error era parte inseparable del acto creativo. Y que además, y nada menos: que en la medida en que encontramos qué cosa no nos gusta, ese descubrimiento nos acerca a lo que sí. Que no hay manera de descubrir en tu creación qué es lo que uno busca como artista, sin identificar antes a lo que no. La única posibilidad.

García Márquez hablaba mucho sobre esto. Decía que corregía obsesivamente la primera página de un cuento hasta que sentía que contenía al cuento completo, y recién ahí escribía ese cuento. Estaba todo en la primera página. Escribía y releía y releía y corregía hasta que la primera página sonaba al fin. Se convertía en nuevo modelo. Parece difícil y, sin embargo, es extraordinariamente sencillo. Lo que tenés que descubrir es qué cosa, qué formas sorprenden y te conforman de tu escrito, dónde encontrás tu esto quiero. A veces, esto quiero es un párrafo, a veces es un renglón en una carilla. Me ha pasado –cómo no– de encontrar un renglón y decir: ¡Dios mío, si yo pudiese hacer treinta como este! En todo caso depende de vos, de que le pongas la paciencia necesaria, quizá no llegarás a hacer veinte así, pero harás otros tantos que se le acerquen. Y no es poco.

Se trata siempre de instalar un modelo.

Traigo otra pequeña historia, más reciente. Tengo una casa cerca de una playa y paso ahí largas temporadas. Cuando hace veinte años empecé a viajar para allí, descubrí mi pasión por las piedras. Nunca entiendo muy bien por qué, pero hay algo de la forma, del brillo de las piedras, que me resulta muy atractivo. Pero no a la manera del geólogo ni del coleccionista de piedras preciosas, no, recojo simplemente piedras que me gustan, piedras que tienen forma. A veces son un cascote, pero tienen forma bella. Descubrí tiempo después que los japoneses, –que saben de casi todo mucho antes que nosotros–, llaman suiseki al acto de juntar piedras y contemplarlas. Piedras que a veces tienen un valor metafórico y a veces tienen un valor literal: se parecen a algo, uno las mira y parecen una montaña; otras no, tienen un valor abstracto, simplemente son bellas.

Empecé a juntar piedras. Por supuesto, al principio uno camina por la playa y desfonda los bolsillos del bañador, y te das cuenta de que no podés juntar todo, empezás a elegir. Empecé a levantar piedras negras, porque me gustaban. Cantos rodados, negros y lisos. Y brillantes por el agua. Tenía un gran florero de vidrio en mi casa y empecé a echar allí todas las piedras negras que juntaba. Llegaba, las limpiaba un poco y las metía en el florero. Y así lo fui llenando. Al tiempo llegó mi hijo a pasar sus vacaciones con nosotros y le llamó la atención. Yo orgulloso: “Fíjate qué hermoso, todas piedras negras”. Las miró un rato y comentó saliendo: “No son todas negras”. “¿Cómo que no…?”. “No. Hay algunas más claras, hay gris oscuro, hay veteadas…”. Carajo. Claro, uno en la playa no se pone anteojos. Uno junta. Entonces agarré el florero, me fui a una mesa del jardín, las puse al sol, me puse los anteojos y entré en un estado de decepción deprimente. Porque, claro, me la había pasado juntando piedras oscuras, pero no necesariamente negras. Se me planteó allí el dilema: ¿qué hago? ¿Me resigno y sigo juntando piedras oscuritas, digamos, o decido juntar solo piedras del color más negro posible, el azabache, aunque sean mucho más difíciles de encontrar? Empecé a separar… Encontré, entre todas, una pequeña cantidad de piedras definitivamente azabache. Pero gracias a las cuales reconocía en comparación ahora a todas las demás. Las tomé como modelo y decidí quedarme solo con ellas. Y buscar solo otras similares.

 Como artistas vivimos continuamente ese dilema: siempre al principio de un proyecto escribimos oscurito. Y el dilema es, ¿me resigno a ese oscurito o soy riguroso y busco la belleza de lo negro uniforme? Encontrar nuestro azabache en cada escritura es encontrar un modelo que nos permite ver cuándo estamos escribiendo oscurito. Y visualizar ese oscurito nos permite valorizar el azabache.

Para terminar con el cuento pétreo este: me quedé con las azabache, las otras las desparramé en un lugar del jardín para adornar unos canteros, y desde ahí, cada mañana que salía a caminar por la playa ya no me equivocaba. A simple vista y sin antejos reconocía a unas y otras. Tenía la posibilidad de juntar lo que buscaba, porque ya antes lo había encontrado.

Cuento la fabulita esta porque para corregir necesitamos eso: un patrón. Para corregir tenemos que tener un patrón de sonido, un patrón de sentido y un patrón poético. Nuestro azabache. Y cuando lo encontramos es posible al fin repetirlo.

 Corregir. El gran secreto es fluir, equivocarse, comparar y corregir. Corregir, que tiene esa mala fama escolar, porque se corrige lo que está mal. Como mal alumno recuerdo aquella humillación: lo hago mal, debo corregirlo. Y la sensación agobiante: trabajo el doble que los otros, los que aciertan, los que escriben en el borrador igual que en el número uno. Y comprender luego con el tiempo que esa dialéctica era, al contrario, la creativa, que en realidad trabajar el doble de los que acertaban, era haber descubierto el procedimiento productivo de la libertad creadora. Haber elegido la posibilidad compleja y productiva de jugar, equivocarme, mirar luego al azabache y elegir.

Corregir es un verbo descalificado por la producción seriada. Corregir tiene mala prensa, porque corrige el que se equivoca. El equivocado; que es baldón. Equivocarse, sin embargo, es otra palabra preciosa. Equi-vocos, equi: igual, similar; vocos, voces. Equi-vocos son dos voces iguales que quieren decir algo diferente. Yo les digo a ustedes: Arma. ¿En qué piensan? ¿Qué ven? Digan qué ven. Arma de fuego, hizo un gesto, muy bien. ¿Qué más? Disparo, qué bien. ¿Qué más?

Y ahora digo yo: “Arma su porrito y se sienta a fumarlo mirando el mar”.

Esto es lo que hace el arte siempre.

El arte es equívocos, equi-vocos, porque continuamente estamos haciendo algo que es igual pero que quiere decir otra cosa.

Hacemos teatro: “¡Ah, es igual que la vida!”, dicen. ¡Mierda! ¿¡Qué va a ser igual!? ¡Sí, claro parece igual a la vida! Lo extraordinario es que de allí cuando salís, salís modificado… ¿por qué no salís modificado cuando ves la vida? Porque la vida está atrapada en su propio sentido. La vida es el lugar común que aparece cuando yo digo arma.

Trabajamos equivocándonos y buscando justamente el poderío de ese equivoco, de esa otra voz que parecería ser igual y, sin embargo revela otra cosa completamente distinta. Corregir: otra palabra fantástica.

Corregir es regir con. Regir es lo que hace el rey, el rey rige. En América teníamos a los delegados del rey que eran los corregidores. Regían junto con él, eran la voz sensata del rey. El rey, artista del poder al fin y al cabo, goza de las virtudes del capricho, de equivocarse, tiene impunidad. Como nosotros. Claro que en su caso impunidad horrorosa. El rey tenía la impunidad, por ejemplo, de mandar a la guerra a miles y miles, simplemente en la ocurrencia de crear un imperio.

El rey exigía: “Manden plata del Potosí” La necesitaba, por ejemplo, para sostener las guerras, en las que morían miles y miles de soldados, simplemente porque el creador impune, pergeñaba ahora un imperio.

Nosotros los artistas, como el rey, tenemos nuestro corregidor. El rey suele trabajar de noche, a veces tomando un poquito de algo, a veces fumando lo que se arma. Otras veces no, careta, decimos nosotros, simplemente empujado por la pasión. Siempre impune. ¿Por qué puedo tener esa impunidad?: Porque puedo equivocarme alegremente. Puedo ser rey a la noche y equivocarme, porque vendrá el corregidor a la mañana a poner orden. El corregidor era aquel que escribía aquellas largas cartas que encontramos en los museos, en el Archivo de Indias, donde persuade al rey: “Señor mío, no pida que le mande tanto oro y plata, porque para eso deberíamos sacrificar aún más a los indígenas de la zona, y tememos que se nos mueran tantos que perderíamos producción. Si usted me permite, voy a racionalizar lo que le mando”. El corregidor era el sensato, y el rey el loco. El rey rige. El corregidor corrige.

Adentro del artista viven rey y corregidor, habitan, cohabitan y se encuentran en la noche, cuando el artista despierta y le cuesta volver a dormir, a veces en relación cordial, a veces de las otras.

Mauricio Kartun recibió el Premio El Gallo de La Habana 2022, galardón que se entrega en cada edición de la Temporada de Teatro Latinoamericano y Caribeño Mayo Teatral

Un amigo querido, Tito Cossa, autor argentino emblemático, solía joder: “La mejor escena, escrita con la última ginebra de la noche, es una mierda con el primer mate de la mañana”. Una frase para la biblia del escritor. Palabra santa. San Tito Cossa. Así somos. Tomemos o no, necesitamos enloquecernos a la noche, necesitamos delirar, producir impunes, sin pena. Necesitamos esa libertad de escribir y decidir: Ahora escribo eufórico, extático, fanático, fervoroso, místico. Mañana, con el primer mate vendrá ese señor sensato, el corregidor, y mirará todo y se arremangará resignado. Como cuando termina la fiesta en tu casa, y no tenés ganas de acomodar nada y te vas a dormir. Y a la mañana te levantás y mirás la mesa, las botellas vacías, los ceniceros, el borracho que meó en la maceta… La resignación paciente de arremangarte y ponerte a arreglar todo.

Rey y corregidor, ginebra y mate, crean una dialéctica preciosa que es la de fluir primero y acomodar luego. Otro amigo querido, Pino Solanas, director de cine con el que trabajé mucho, solía afligirse: “Mauricio, ¡con qué facilidad saltamos del pavorreal a la cucaracha, Mauricio!”. Escribíamos juntos y nos deprimíamos. Había momentos en los que creíamos que habíamos hecho la gran maravilla, releíamos al otro día y nos desinflábamos. Perdíamos de vista que pavorreal y cucaracha son justamente los personajes que conviven en la cama del artista desvelado. El perfecto par dialéctico complementario.

Corregir es también un acto liberador en la medida en que nos permite soltar algo que tenemos aferrado. Abrir el puño, los dedos agarrotados, y dejar ir. El corregidor no es solamente el sensato que dice cómo rescribir sino también ese otro que te arenga “desprendete, desprendete, soltá”. Una de las razones por la que no fluimos es porque no soltamos. Queremos conservar todo. Te pasa en el amor, te pasa con los hijos. Te pasa en el arte. Y, no hay caso: todo es demasiado.

TEATRO E HISTORIA

Trabajo mucho mirando al pasado. A la historia. Pero sabiendo que no hay una historia. Hay historias. Y cada una se corresponde con los distintos puntos de vista. En cada una de ellas se constituye un relato. Y cada uno contiene su mito. Toda historia contiene un mito, y todo mito está hecho de una figura, de un tropo. Está hecho de una metáfora, de una metonimia, de una paradoja…. Cuando vislumbro un fragmento histórico que se explica a sí mismo en una figura, y esa figura me expresa, tengo al fin la sensación de que puedo escribir su relato.

Yo miro la historia como a una cantera de mitos, buscando un diamante. Voy rompiendo, rompiendo, y a cada tanto encuentro. Ahí comienzo a darle vueltas, a rondarla. Ahora tengo una a la que le estoy haciendo el paseíto. Hacer el paseíto, decimos nosotros, cuando uno ronda cerca de alguien que le gusta. Ahora le estoy haciendo el paseíto a una en el marco de la Guerra de la Triple Alianza, en la que se unen Argentina, Uruguay y Brasil contra Paraguay y lo destruyen. Un acontecimiento siniestro. Es el relato de un diplomático argentino que viaja a Paraguay antes de la guerra llevando de regalo oficial dos gallos de riña.

La historia del cinismo político. La historia como cantera de relatos: mis obras suelen ser eso: cascotes extraídos de esa cantera. Y pulidas a plomo después con paciencia para volverlas piedras con brillo.

Recuerdo haber visto hace algunos años una película patéticamente alegórica. Un documental sobre una tribu que se alimentaba de carne de mono. Hacían cacerías y los cocinaban en grandes hogueras. Cazaban de una manera muy perturbadora. En la pared de los arrecifes hacían agujeros con unos palos de punta. El agujero era pequeño, una vez que lo hacían tiraban arena, y removían y agrandaban la parte interior. Quedaba pequeño en la entrada y grande adentro, como una botella. Los árboles alrededor estaban llenos de monos. Entonces tomaban nueces, o semillas comestibles y a la vista de los monos comían; y a cada tanto tiraban ostentosamente dentro de esos agujeros un puñado de nueces. Los monos son bichos extraordinariamente inteligentes, descubrían rápidamente que estaban comiendo lo que ellos comían, y que podían recibir su parte. Bajaban y rondaban ávidos en los alrededores. Los cazadores antes de retirarse, tomaban las nueces que quedaban y a la vista de los simios las tiraban dentro de los agujeros. Los monos aullaban entusiasmados con la idea de hacerse de esa comida. Lo que seguía era siniestro. La tribu se escondía tras unas piedras a la vuelta del arrecife y esperaba con garrotes. Los monos bajaban desesperados, metían las manos para agarrar las nueces, se llenaban un puñado, pero al intentar sacarlas, claro, no salían por el agujero pequeño. Los monos eran lo suficientemente inteligentes para agarrar las nueces, pero no lo suficientemente inteligentes como para soltarlas a tiempo. Aparecían los cazadores con los garrotes y los monos gritaban desesperados, tironeaban, pero no soltaban las nueces. Y con parsimonia siniestra los cazadores los garroteaban. Y luego se los comían.

Terminaban víctimas de aquello que no habían sabido soltar.

Parábola brutal sobre muchas cosas que viene bien aprender. En buena parte de aquello de nuestra vida en lo que morimos garroteados, la culpa es nuestra por no haber soltado las nueces. Recuerdo a un taxista en Buenos Aires que en un viaje de media hora no paró de disparar pestes contra su esposa, hablaba de ella cosas horrorosas y cuando llegó a destino lo vi tan angustiado que me sentí en la obligación de decírselo: “¿Y no ha pensado en separarse?”. Me miró con enorme desprecio: “Ah sí, –me dijo– ¿y le voy a dar la mitad de todo lo mío a esa hija de puta…?”. La realidad a veces nos ilumina con ejemplos esperpénticos: por no soltar algo, alguien se encadena a sufrir infeliz toda la vida.

Soltar. De la misma manera que soltar es saludable en cualquier actitud saturada de la vida, en el arte, el corregidor nos enseña a soltar. García Márquez, –una vez más– decía algo así: “Nos resistimos angustiosamente a sacar algo de lo que hemos escrito, a veces nos lleva días decidirnos, pero el día ese que lo hacemos, ah, la alegría de la mañana siguiente cuando nos levantamos, leemos y descubrimos que ya no está”.

Bien: cortando entonces o rescribiendo, la primera de las alternativas frente al error, la más razonable, es corregir. Pero ¿qué es en términos prácticos corregir?: Por ponerlo en una acción sencilla: fluir corriendo sucesivamente sobre el material y volviendo a leerlo una y diez veces. En el teatro haciéndolo en voz alta además, porque la dramaturgia es palabra proferida. E identificando impiadosos –y señalando– aquello que no suena, antes de que con la repetición el ruido se nos vuelva música. Sabiendo que en alguna lectura se destrabará. Fluir sobre el error, corrigiendo en lecturas sucesivas, por capas, creando algo precioso arriba de un accidente. Otra metáfora que me gusta mucho la leí hace años en un libro sobre la improvisación, Free Play, explica lo que es una perla en términos fisiológicos. Para nosotros es simplemente una piedra preciosa. Producida por medios orgánicos por la ostra, pero piedra al fin. Pero ¿por qué la ostra hace la perla?, ¿sabe de su belleza? Simplemente porque en una de las aperturas y cierres de las valvas entra un maldito grano de arena y se le clava en el cuerpo. Y para eliminar esa molestia, comienza a rodearlo con una materia, bella y traslúcida, el nácar. Empieza a cubrir ese granito de arena con capas de esa sustancia que poco a poco crece y transforma al granito en perla. Y a la perla en un error corregido. La perla es un accidente transformado en algo bello. Bien: es maravilloso trabajar como la ostra, así, por capas. Y haciendo de lo que no, lo que sí. Poniéndolo en valor.

Registro siempre tres grandes energías frente al error, y acabo de hablar de la primera.

La segunda posibilidad es mucho más dramática: el fracaso mismo. El no va más. La crisis. El quiebre. Lo que no puede ser cortado ni nacarado.

Y aunque parezca raro, también aquí los artistas, acostumbrados a la posibilidad del fenómeno, hemos desarrollado nuestro protocolo. Permítanme hablar de la palabra fracaso (y sí, hoy estoy etimológico abusivo…) Su origen es fonético, digamos, refiere al ruido de una rama seca al romperse. “Fracccc”, Fraccc-asar: quebrar la rama. 

Tengo una hipótesis con la que me consuelo cada vez que intento un nuevo proyecto y no logro llevarlo a puerto: El trabajo del escritor es escribir, me digo; terminar obras es una circunstancia feliz, pero aleatoria. Cada tanto termino alguna y ese día abro una botella con gran alegría. Porque cuando termino una normalmente dejé antes cuatro colgadas. Intenté cinco, terminé una y las otras cuatro quedaron ahí. Cuatro fracasos. A veces después de trabajar varios meses. ¿Y qué pasa con esas?; “Soldado que huye sirve para otra batalla”, dice el refrán. Quedan ahí esperando el milagro. Y lo hermoso del arte es que más de una vez el milagro sucede. Gozo de un feliz privilegio, he ganado el Premio Nacional de Literatura Dramática, gracias al cual cobramos los escritores una pensión mensual que permite, tengas trabajo o no, poder seguir escribiendo. Ese premio tiene ya casi un siglo. Yo lo gané con una obra que fue antes uno de los pedazos de rama de un “fraccc”. Una obra sobre viejos luchadores de catch que salen a una gira trasnochada y quedan varados en un pueblito de provincia, sin un centavo y vencidos por la vida. No la pude terminar, era muy ambiciosa. Con muchos personajes, los luchadores de esa troupe, y muchas historias cruzadas. La luché –literalmente– durante muchos meses y me puso de espaldas. Se me fue de las manos. Y la abandoné.

¡Fraccc!

 Un día, largo tiempo después, me llama a casa un actor que admiraba mucho, Carlos Carella. Todo un patriarca del teatro argentino. “Vamos a hacer un ciclo de tres obras cortas –me dijo–, ya tenemos dos, una es de Tito Cossa, y la otra es Carlos Gorostiza”. Dos autores emblemáticos. “Queremos que la tercera sea tuya, pero tiene que tener solo veinticinco minutos, un solo escenario y no más de cuatro personajes. Mirá –me dijo– los actores seremos…” Y me hizo allí la lista del elenco soñado. Todos artistas extraordinarios. Estaba él y estaba Pepe Soriano, y Juan Carlos Gené, Lito Cruz, María Rosa Gallo nuestra gran trágica, y Cipe Lincovsky, mito andante. Yo no tenía nada parecido a lo que me pedía, pero ¿qué decir por teléfono frente a semejante tentación? “Sí, claro, tengo una pieza que iría perfecto ahí”. No tenía un carajo, claro. “¿Me la mandarías hoy?”. “Bueeeno… es que yo escribo manuscrito y tendría que pasarla, eso da un poquito de trabajo, cuánto tiempo me das?”. “Una semana, pero contame antes de qué va” Ahí de sobrepique manoteé aquel fracaso: “Bueno, son unos luchadores de catch…”. Vamos, estaba trabadísima esa obra, no había podido avanzar más allá de la primera escena. Pero curiosamente, el deseo (¡cómo influye en nosotros el deseo de los otros!) y el nuevo formato, propusieron en mi imaginación una automática conversión de norma. Me senté e hice un recorte. La condensé a solo cuatro personajes y un solo espacio. Se estrenó y estuvo un par de temporadas en cartel. El ciclo se llamó “Teatro Nuestro”.

 Y bien, acá la fabulita con moraleja: fue con esa obra justamente con la que gané ese año el Premio Nacional.

De rama rota a pensión vitalicia.

Debo tener treinta obras o más empezadas y abandonadas. Frustradas. Alguien podría decirme: ¿vale la pena haber trabajado en treinta obras que no terminarás nunca en tu vida? Y yo contestaría: Si con una de ellas que conseguí destrabar pude ganar el Premio Nacional, por qué no.

 Voy a contar, ya que estamos en esto, una indignidad. Esta obra que trajimos aquí, a Mayo Teatral, Terrenal, lleva nueve temporadas ininterrumpidas, suele llenar salas, desde el día del estreno.

Uno debería pensar en el concepto de éxito. Lo contrario absoluto al de fracaso. Sin embargo, su proceso tuvo un fraaacc, absolutamente estruendoso. Llevábamos cinco meses ensayando, faltaba uno para el estreno y yo estaba deprimido, ¡pero deprimido! Lo que salía era artificioso, forzado, y yo como director no conseguía orientarlo hacia ningún lado interesante. Se nos venía encima el debut y yo ni siquiera quería convocar a la escenógrafa, a la diseñadora de luces… Porque para qué las iba a llamar… ¿a proponerles qué? Ni yo sabía cuál era la forma que iba a tener eso finalmente. Los actores se empezaron a complicar cada vez más, yo decía: “Esto no va, no va”. Y los actores se desconcertaban más todavía. Probamos diez cosas y no salía. No encontrábamos el tono, el material estaba artificial, forzado. Y estábamos urgidos por encontrar resultado. Un día me agobié y llegó el “fraaccc”. Los reuní al final de un ensayo: “Miren, no me está saliendo. Esto está lastimoso, no vamos a estrenar dentro de un mes, no tiene ningún sentido. Les pido perdón por haber tenido que ensayar hasta acá para verlo claro, pero si estrenamos los llevo al matadero”.

 SOBRE EL TEATRO Y LOS GRUPOS

No tengo grupos fijos, armo elencos, pero con artistas que algunas veces se repiten. Trabajo con actores que, primero: estén dispuestos a experiencias largas. Y frustrantes quizá, claro, porque ensayamos muchos meses y podemos fallar. Tienen que ser actores y actrices que estén preparados a eso. Pero tienen que ser también de esas personas con las que sentarte a comer y divertirte, alguien con quien compartir el humor y el vino, por qué no. La gran prueba de la confianza al fin y al cabo es trastabillar juntos.

A veces hago pruebas, a lo mejor con dos o tres actores. Y como tenemos confianza lo aceptan sin recelo. Se trata de probar, yo diría que como las parejas. Con algunos actores no lo necesito, porque ya nos conocemos, con otros armamos pequeñas convivencias, probamos, nos sentamos a probar y a jugar durante unas horas. Y los actores saben que si los convoco es, antes que nada, porque admiro su trabajo. Y que si no es en este, le propondré alguna vez en otro.

Lo importante es consolidar un elenco, un grupo temporario, que tenga el aguante. Que sea capaz de bancar. Con Terrenal llevamos nueve temporadas. Pasamos de todo, peleas, dificultades económicas, hasta la enfermedad y la muerte de uno de los actores. Quiero decir: en nueve años lo que te pasa por arriba es la vida. Si no tenés un grupo que haga el aguante… En Argentina tenemos esa expresión futbolera: “Hacer el aguante”, “Aguantar los trapos”, las banderas de cada hinchada. Creo mucho en los grupos capaces de hacer el aguante. Armamos cooperativas en las que hago las veces de productor ejecutivo, sin cobrar extra por eso. Cobramos lo mismo, los actores y el asistente y yo. Nos mancomunamos en el sentido más literal y cooperativista de la palabra.

Recordaba: hay un libro muy lindo de Ingmar Bergman que se llama La linterna mágica, la historia de su vida y de su producción como director de cine y de teatro. Y dice allí algo tremendo, tremendo. Acá en la sala hay varios que tienen caras de directores y directoras, esos  seguro me van a entender. Dice Bergman: “Esa noche de estreno en la que los actores, ingenuos siempre, intercambian regalitos y dan grititos y besos… Y uno como director sabe que eso que se va a estrenar es una porquería. Que los ha llevado al abismo. Pero no se lo puede decir porque si se lo dice los hunde, y no harían siquiera un esfuerzo por defenderlo”.

Saber que eso que se hizo está mal, y que está mal pero que el sistema te obliga a estrenarlo igual. A exponer el fracaso. Cuando trabajas en teatro comercial o en teatro oficial muchas veces pasa eso: estás obligado a estrenar.

Como nosotros no estábamos obligados, paré todo. Llamé al teatro, se preocuparon mucho, nos ofrecieron más plazo, pero no había caso. Cuando volvimos a la reunión siguiente, que era ya para decidir detalles del cierre, los actores hicieron la propuesta salvadora: “¿Y si tomamos la oferta del teatro y nos damos tres meses más y probamos algo nuevo?”.

Convenimos un último intento. Los actores trabajaron solos un par de días una nueva propuesta, yo llevé otra. Pero más allá de las nuevas ideas había ahora algo energéticamente más poderoso: el fracaso de lo anterior nos había liberado de la carga de lo hecho hasta allí. El alivio de haber roto la rama. De poder abandonarla sin culpa. Y ya no sentir sobre el cuello –claro– la espada del estreno inminente. Dejar de lado el resultadismo profesional, la solemnidad de buscar resultado, el compromiso, y volver a jugar como el primer día. Pero a otro juego distinto. Hacer leña de la rama fracasada y dejar crecer brotes verdes otra vez en una rama nueva. Crear un verdadero punto de inflexión y tomar otro rumbo. Un fraacc milagroso. Incorporamos ahora sí a las chicas del equipo escénico. Y el poder estrógeno hizo también lo suyo, cambió puntos de vista, combinó propuestas. Empezamos a ver todo con otros ojos y apareció al fin el azabache.

Terrenal lleva nueve temporadas. Vamos para las mil funciones. Cerca de cien mil espectadores.

Tercera alternativa. Y con esto sí voy a cerrar y abro a las preguntas que quieran hacer. Tenemos en nuestro equipo una frase de cabecera que nos ha salvado las papas varias veces: A problema técnico, resolución poética. Cada vez que sucede una cagada, considerar si no la podemos incorporar transformando su sentido. Exponer la cagada, digamos.

Aceptar la hipótesis de que eso que está mal, bien puede estar bien si lo convertís en sentido. Si lo exponés como forma.

Tienen los japoneses una técnica milenaria muy singular. El kintsugi. Frente a la rotura de una pieza de cerámica, de porcelana, en cambio de descartarla la reparan delicadamente con un adhesivo de resina mezclado con polvo de oro, plata o platino. Y en cambio de disimular la fractura, por el contrario, la exponen como forma bella. Y la valorizan, claro, porque la reparación es siempre más costosa que lo reparado. Forma parte de una filosofía que mira a los daños y a sus reparaciones como parte de la historia de algo. El kintsugi es filosofía preciada. Pero, ojo, además es acción práctica. Cuento la última de estas historietitas morales:  

Hacíamos hace unos años una obra, Salomé de chacra. Habíamos terminado un par de temporaditas en una sala oficial y pasábamos a una sala independiente. Habíamos puesto dinero para hacer la producción y teníamos que recuperarlo. Llevábamos una semana en cartel, nos estaba yendo muy bien. Durante una función escucho un ruido y un grito entre cajas. En la escena siguiente entra una de las actrices rengueando. La espero en camarines. Pálida, me dice: “Me caí entrando al escenario y no puedo más del dolor en la pierna”. Taxi urgente a la clínica. La sientan en una silla de ruedas mientras espera su turno. No teníamos diagnóstico, estábamos esperanzados en un esguince, algo pasajero. Stella, así se llama la actriz, andaba con la silla de un lado al otro. Había hecho años atrás una obra de Thomas Bernhard donde debía desplazarse en una igual. Bromeamos un rato con el asunto hasta que vino el resultado de la placa: Doble fractura. Yeso. Y con indicación de no pisar por tres meses.

¡Carajo, se nos arruinó la reposición! Volvimos. Stella lloraba: “Soñaba con hacer esta temporada”.

Esa misma noche en casa hice una lista de actrices que la pudieran remplazar en no más de un par de semanas. Un “toro”, como decimos. Desesperados. 

Dos días después me llama Stella: “Te la hago en silla de ruedas”.

La propuesta era disparatada. La pieza era una versión de Salomé, en una chacra criolla en los años 30, el día cruento de la carneada anual, y ella hacía de una aristócrata venida a menos, una déspota de derecha que despreciaba a todos, incluso a su marido, Herodes. Y aquí San Juan el bautista era un anarquista al que tenían encerrado en un aljibe obligándolo a aprenderse la constitución nacional de memoria. La obra transcurría en el patio con piso de tierra donde estaba ese aljibe, justamente. Qué podría tener que ver la silla de ruedas con todo esto…

“Probemos”, me dijo. Si no va, no va.

Más por no angustiarla que por confiar en la resolución alquilé una silla de ruedas. La bajamos. Era un clásico sótano de teatro de Buenos Aires. Al principio la silla no circulaba bien, entorpecía todo, pero los actores empezaron a correr las cosas, a pasarse la silla y empezó a suceder algo maravilloso. El elenco incorporaba al elemento como si siempre hubiera estado.

Una coreografía hermosa. Claro, el elemento era disonante con el entorno, así que lo “intervenimos”, con banderitas y cueros, un poncho y hasta herraduras. No terminaba de todos modos de ser orgánico, pero al menos nos resolvía el problema tremendo de ensayar ese toro, con todo el riesgo que suponía. Durante dos meses Stella hizo la función en silla de ruedas. Un día me dice en camarines: “Ya me dieron turno para sacarme el yeso. Pero te quiero pedir una cosa: estoy convencida de que Cochonga… –así se llamaba el personaje– debe seguir en silla de ruedas”. Y me explicó: “Todo creció a partir de esta silla, hay otro ritmo, todo encaja mejor”, Le pedí unos días para pensarlo, dudando mucho. Era cierto que el objeto daba a la escena buen dinamismo, pero era tan exótico, tan ajeno a ese mundo. Le expliqué mi duda: cómo construía sentido en los espectadores ese signo. ¿No era desconcertante? Tenía sentido como acto paliativo, pero dejarlo… Una semana después me esperaba en camarines con una sonrisa que le partía la cara. Traía una crítica impresa que había bajado ese día de internet. La crítica de un periodista que había visto la semana anterior esta nueva versión. En el copete mismo de la nota aludía al asunto: “La poderosa alegoría de la derecha tullida en la Argentina”.

Un kintsuji literal. La fractura valorizada con metal precioso. A problema técnico, resolución poética. Transformar el error en metáfora. La maldad atrapada en una silla en la que no puede moverse la vuelve, en su impotencia, más feroz todavía.

 Seguimos con la silla una segunda temporada. Y hasta la acarreamos en nuestras giras.

 El gran aprendizaje que nos da el teatro sobre el valor del error.

 A lo errado se lo puede cortar, se lo puede corregir. Y por qué no, se lo puede volver código.

*Texto publicado en la revista Conjunto no. 203

REVISTA CONJUNTO NRO 203 | PDF

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