Leer a Gabriela en prosa

Por: Luis Álvarez Álvarez

La prosa de Gabriela Mistral se ha mantenido –al menos para el lector cubano– en una penumbra levantada por el esplendor capital de su poesía. Ella misma contribuyó a adensar la niebla sobre esa zona de su creación, pues si bien publicó un sinnúmero de artículos, retratos periodísticos, reflexiones diversas, nunca los integró en forma de libro. Sus textos en prosa, por lo demás, empezaron a reunirse a partir de 1957,[1] justo en el año de su muerte, y siempre a partir de selecciones realizadas por otras personas. Es verdad que, como en el caso de José Martí –por ella reconocido como uno de sus mentores literarios fundamentales–, buena parte de su prosa fue escrita por apremios de vida y, también, de subsistencia. En ella se advierte una estatura superior, reconocida por Guillermo de Torre en la nota que escribió como presentación para el gran ensayo de la autora chilena, «La lengua de Martí»: «La prosa de Gabriela Mistral posee tan subidos o superiores quilates a los de su verso. Inclusive en ella se expresa de modo más vivo y directo su acento personal e inconfundible, su lengua propia, tan americana y teresiana a la vez».[2] Lo cierto es que una consideración, aun epidérmica, de su escritura en prosa, desnuda cauces profundos de su gesto literario, en particular en lo que tiene que ver con su manera personal de enfrentar la escritura. En la prosa, tanto como en la expresión lírica, Gabriela reveló una perspectiva sobre la creación que muestra sus vínculos con problemas profundos de las letras latinoamericanas en su tiempo, en primer lugar, en lo relacionado con otra modelación de la actitud creativa, surgida gradualmente a partir del agotamiento del modernismo. Un contemporáneo suyo, Emilio Ballagas, dio cuenta de la consumación de ese proceso renovador y, al hacerlo, dirigió la atención hacia la poesía chilena:

Hay artes que por su esencia misma, por la estructura íntima de su materia pertenecen al espacio. He dicho materia y no me arrepiento. Es el hombre de espíritu el que ha de reivindicar a la materia, cantar su epitalamio, las bodas de la consistencia, del contorno y del peso con los sentidos; las nupcias jubilosas del electrón y el átomo con el pensamiento liberado del hombre. La conquista más plena del materialismo superado es esa poesía de Pablo Neruda en que la madera, el vino, el apio, el limo y las ostras cobran un relieve inusitado y nacen otra vez para el salto de nuestro asombro.[3]

Ballagas, con su sensibilidad de gran poeta, dejaba constancia, en esa conferencia dictada en 1938, de la transfiguración que se gestaba en la poesía de la América hispánica, y que venía a resultar un contrapeso del consolidado torrente que la poesía pura –desde sus cuarteles europeos y bajo la autoridad de Paul Valéry– había desatado sobre el lector occidental. Esa reivindicación de la materia que percibía Ballagas se enraizaba con afán subvertidor en lo profundo de la escritura enarbolada por la primera vanguardia latinoamericana. Saúl Yurkievich ha apuntado con acierto sobre ella:

La poesía deja de ser exclusivamente un acceso a lo sublime, una consagración de la belleza trascendental, una epifanía, para devenir instrumento de percepción del mundo circundante, del tiempo y del espacio profanos: deviene transcripción de la experiencia en todos los niveles. Al mismo tiempo, desciende de las alturas para aplicarse a la realidad (sea social o natural, mental o corporal), provoca transfiguraciones humorísticas, alianzas inesperadas, alteraciones lúdicas, que nos lanzan hacia un universo donde la fantasía tiene libre curso […].[4]

Gabriela Mistral no forma parte de la vanguardia poética latinoamericana, ni siquiera de su primera eclosión. Sin embargo, resulta muy evidente que en su obra se manifiesta una intensa conquista del entorno, una reivindicación de la materia que la aparta, por completo, de la poesía pura, actitud estética que ella vislumbró de manera tan nítida, que rechazó con indignado espanto –aun antes de haberlo leído– la posibilidad de que su poesía apareciese en París con un prólogo del máximo representante de la poesía pura europea. El hecho es tanto más revelador, cuanto que –como la propia Mistral no podía ignorar– el sentido de esa traducción al francés, y del prólogo de Valéry, era cimentar la próxima candidatura de la chilena al Premio Nobel. Un prefacio de aquel representante de la poesía pura europea, posible candidato él mismo a un Nobel, hubiera resultado muy significativo como espaldarazo literario. ¿Qué razones provocaron en la poeta chilena una reacción en apariencia desmedida? En carta a Mathilde Pomes, traductora al francés de su poesía, Gabriela le pedía, con perceptible ansiedad, que el prólogo de esa edición francesa no se encargase a Paul Valéry: «Usted ya sabe que yo no he leído el texto; no se trata de que me espere alabanzas y que esté defraudada; se trata de honradez de campesina y de mujer vieja; yo no puedo aceptarlo».[5] Pero esta desazón está producida por algo más hondo que la mera tozudez. En la misma carta, Gabriela hace patente que se trata de un principio de honradez artística, vinculado fuertemente a una visión de la alteridad cultural, insalvable como un abismo entre la actitud estética del prologuista y la suya propia:

No puede darse un sentido de la poesía más diverso del mío que el de ese hombre. Yo le tengo la más cabal y subida admiración, en cuanto a la capacidad intelectual y a una fineza tan extrema que tal vez nadie posea en Europa, es decir, en el mundo. Eso no tiene nada que ver con su capacidad para hacer prólogos a los sudamericanos y, especialmente, uno mío; yo soy una primitiva, una hija del país de ayer, una mestiza y cien cosas más que están al margen de Paul Valéry.[6]

Sobre esta reacción de Mistral, que impuso a la larga una introducción de Francis de Miomandre, poeta de prestigio, pero ciertamente figura inferior a Valéry, Volodia Teitelboim adelanta una valoración atinada, que subraya la voluntad de la poeta de preservar determinadas raíces propias, ante todo de carácter cultural. Teitelboim caracteriza el texto de Miomandre y su aceptación por Gabriela:

Lacónicamente, el introductor tendrá que ensayar un somerísimo perfil biográfico. Se trata de una chilena montañesa, condicionada por dos sangres. Encarna una manifestación del Nuevo Mundo. Le parece su poesía presagio de un humanismo sui géneris en comunicación directa con la naturaleza. Prefirió este prólogo bien intencionado, casi intrascendente, inofensivo. El texto rechazado alcanzaba una profundidad mucho mayor. Es explicable. El nuevo no significaba un choque entre dos personas; el otro era un conflicto de civilizaciones. Por eso ella montó en una cólera sagrada. Tenía sus razones, pero Valéry no era culpable. Simplemente fue una colisión entre dos mundos.[7]

Esta anécdota permite subrayar la conciencia de estilo de Mistral, actitud artística de la cual puede inferirse que la prosa, para ella, no fue un mero oficio de subsistencia; por el contrario, es dable pensar que esa escritura fue desarrollada por la poetisa desde una similar responsabilidad estética que la lírica; de aquí la importancia del estudio de la prosa mistraliana para la comprensión de su actitud creadora. También en la prosa –en gran medida escritura de ocasión, pero no por ello menos importante, ni divorciada de su poética esencial– se proyecta, en ocasiones con meridiana estatura, su modo personal de trascender el modernismo lírico que constituye su punto de partida literario. Es importante para una consideración semejante, recordar que Yurkievich ha valorado el modernismo hispanoamericano como una fase preparatoria del vanguardismo, que habría entonces consistido en una continuación de las aspiraciones estéticas finiseculares y no en una ruptura abrupta. Como apunta Yurkievich, los modernistas, fascinados tanto por la recreación arqueológica, como por la fabulación quimérica, enarbolan la idea de la transformación por la vía del progreso, pero ello mismo los conduce a trazar una imagen dinámica y heteróclita de América, «mundo virgen, tierra prometida, granero del universo, crisol de razas»,[8] en la cual no solamente se perfila la gran ciudad y su trasiego de enfebrecido ritmo, sino que también aparece, aquí y allá, la imagen del espacio magno, de dimensión rural, que se perfila en Canto a la Argentina, de Darío, y en Oda a los ganados y las mieses, de Lugones.

La prosa mistraliana –tanto o más que su poesía– da cuenta de una particular voluntad de estilo. Basta un examen somero de la colección de textos, que, con el título de Elogios, integró Jaime Quezada con diversos artículos de Gabriela –en su mayoría periodísticos, para percatarse de su fundamental estatura artística.

 Elogios, como aspecto esencial de su factura, reúne textos que aspiran a captar, por la vía de la comprensión lírica, determinada esencia del objeto –o sustancia o entidad vegetal, etcétera–. La perspectiva de Gabriela en los textos que lo integran no tiene los epidérmicos ribetes descriptivistas del romanticismo; tampoco se trata de una serie de bocetos preciosistas, a la manera del haiku modernista de José Juan Tablada, sino que alcanza un tono específicamente suyo, de talla ontológica cabal. Los textos incluidos por Quezada en estos Elogios se escribieron, en su mayoría, con destino a publicaciones periódicas, y a lo largo de un lapso que abarca más de una década. Valorarlos, aun cuando sea en lo más general, permite visualizar una voluntad de creación marcada por una serie de constantes de carácter diverso.

En noviembre de 1926 publicó en El Mercurio, de Santiago de Chile, dos textos en prosa: «La ceniza» y «La harina». En el primero, se trabaja el discurso en dos líneas: un ritornelo, expresado en una oración copulativa completa: «La ceniza es ligera y callada»,[9] a partir de la cual un aluvión de oraciones nominales desarrolla una imagen dinámica del polvo calcinado, descrito por la poetisa desde ángulos que se multiplican hasta evidenciar tanto una variedad de percepciones líricas del objeto, como una profunda aspiración a visualizarlo en términos de un componente cualitativo asociado a la espiritualidad del hombre. Ese complejo entramado, por lo demás, se configura a partir de un proceso de entrañable prosopopeya, matiz que será una constante en todos los textos de Elogios, pues se trata de conquistar una visión humanizada de la naturaleza, a la vez que se sugiere –de forma implícita o no– un diálogo profundo del hombre con su inmenso entorno:

La ceniza que cubrió la brasa penúltima un poco como mujer, guardándole el tizón rosado. // La ceniza clara, que deja la leña tierna, felpa de cariño, parecida a la arruga mayor que corre por el cuello de la madre vieja, tibia como un pájaro que acaba de morir, pero que ya no se voltea y no responde.[10]

En «La harina» –cuya forma material de polvo nutriente la hace equivaler al polvo incinerado del texto anterior– la estructura es similar. Hay también un ritornelo, aunque, en sus sucesivas apariciones en el texto, resulta objeto de sutiles variaciones melódicas. El trazado es similar: se trabaja el tema, a la vez, de forma sensorial y emotiva, lírica y descriptiva; la hominización, en cambio, es mucho más intensa y convierte a la entidad descrita en un ser asociado con el hombre o, para mayor exactitud, con la mujer y la maternidad, ese tema quemante en la obra mistraliana:

La harina materna, hermana verdadera de la leche, casi mujer, madre burguesa con cofia blanca y pecho grande, sentada en un umbral con sol: la que hace la carne de los niños. Ella es bien mujer, tan mujer como la goma y la tiza; ella entiende una canción de cuna si se la cantáis y entiende en todas las cosas de mujer.[11]

Tal modo de escritura –una prosa de tersa nitidez sintáctica y levantada entonación lírica– irá adquiriendo solidez y eficacia en un proceso de destilación del instrumento y de la voz; de lo estrictamente humano individual Gabriela se proyectará, en prosas similares, hacia una conquista poética del torrente general de lo humano contemporáneo en su relación profunda con la materialidad del mundo: se trata, en suma, de la construcción de un espacio literario de perfiles inusuales. El frecuente reiterar elementos de estructura, así como de perspectiva integradora de entidades entre las cuales media una distancia tanto física como cultural, permite considerar que, en efecto, se trata de una personal arquitectura de un modelo personal del espacio universal humano, el cual deviene entonces esencia y no decoración contextual. En la prosa comentada, Gabriela procede nada menos que a una modelación general de lo humano, realizada con una precisión y una madurez artística que obligan a recordar lo que el semiólogo Yuri Lotman caracteriza de la manera siguiente:

El carácter especial de la percepción visual del mundo inherente al hombre y que tiene como resultado el hecho de que, en la mayoría de los casos, para la gente los denotata de los signos verbales sean ciertos objetos visibles espaciales, conduce a una cierta percepción de los modelos verbales. El principio icónico, la claridad, les son propios por completo. Puede hacerse un experimento mental: imaginemos un concepto generalizado al máximo, desprovisto por completo de toda clase de rasgos concretos, un todo, e intentemos definir para nosotros sus rasgos. Es fácil convencerse de que, para la mayoría, estos rasgos poseerán un carácter espacial: lo «infinito» (es decir, referencia a la categoría puramente espacial del límite; además, en la conciencia cotidiana de la mayoría de las personas lo «infinito» no es sino sinónimo de una gran cantidad, de una extensión inmensa), capacidad de tener parte. El concepto mismo de universalidad, como ha demostrado una serie de experimentos, posee, para la mayoría de las personas, un carácter claramente espacial.[12]

Los textos de Elogios revelan, en su sostenida denotación de objetos y sus cualidades, el trazado de un infinito potencial, cuya esencia literaria está en función de replantear la visualización de lo cultural americano, cuando no lo cultural humano. El proceso de diseño del espacio artístico, como advierte Lotman, incluye «la posibilidad de construir modelos espaciales de conceptos que no poseen en sí una naturaleza espacial».[13] A esto apela Gabriela en una prosa en la cual el espacio poético abocetado le permite incluir, en contigüidad ideal, objetos, cualidades y relaciones múltiples, a partir de una estructuración –algunos de cuyos elementos más sobresalientes se han señalado aquí– que se propone perfilar no un topos específico, sino un ancho panorama del mundo, ya que «[l]os modelos históricos y lingüísticos nacionales del espacio, se convierten en la base organizadora para la construcción de una “imagen del mundo”, un modelo ideológico global propio de un tipo de cultura dado».[14] De este modo, en Elogios se transparenta nada menos que una imagen integradora del universo, pero sub veste latinoamericana: tal es el resultado de esos elogios mistralianos.

En 1927, publica en El Mercurio «Elogio del agua», con idéntica organización a partir de un ritornelo –«El Agua es ágil y no lleva memoria consigo»–,[15]pero con la presencia inicial de una oración con sujeto y predicado explícitos, a partir de la cual se despliega una sucesión compacta de oraciones nominales. Hay la misma voluntad de aprehender el universo en su totalidad, con un matiz de experiencia mística, encapsulada en la única oración de sintaxis compartida entre sujeto y predicado: «El agua camina arrodillada, como deben ir allá arriba los ángeles de la Reverencia, corriendo hacia el mejor».[16]

La conciencia artística de este texto se evidencia con intensidad precisa en este asignar el significado temático central del texto a la única oración bimembre que en él aparece. Por ello, implícitamente, la poeta sugiere que la experiencia del mundo, de la realidad tangible –tácitamente comparada con la imantación de los ángeles hacia el Ser Supremo–, puede asumirse como una especie de experiencia mística, a la vez autoconocimiento y visión integradora del Todo:

El agua de las fuentes, que escucha hacia adentro como Ruysbroeck, agua religiosa de labio más delgado que la daga. El agua de alguna fuente cuya mirada ahuecó mi ojo hasta la nuca y que me dijo una palabra en la cual entró la muerte y no me deja más.[17]

Umberto Peña

Hay que notar que en su poemario Ternura (1924), la autora había incluido el poema «El agua»,en el cual apenas se advierten consonancias con el«Elogio del agua» que publicará tres años más tarde:ello confirma que el texto en prosa no era ni unaexcrecencia ni una continuación temática del poemaprevio, sino una creación en sí y para sí, dotadade autonomía plena. De lo que se trata –al menosen lo que a un posible vínculo entre «El agua» y«Elogio del agua»– es de subrayar que no existeuna relación de prioridad entre el poema propiamentedicho, expresivo de un tema determinado, yel tratamiento de ese mismo tema en un texto enprosa. Pero ello no quiere decir que no existan vasoscomunicantes entre sus textos en prosa y enverso: por el contrario, pueden identificarse una seriede concordancias: Tala, su libro de 1938, tiene dospoemas que contienen cierta imperceptible resonancia de «Elogio del agua»; en efecto, el poema «Agua» entraña una visión que –a la distancia– concuerda en particular con el sitio del elogio en que el agua es percibida en asociación secreta con el paisaje, de modo que el líquido resulta una especie de memoria del entorno: «El agua que va con los semblantes del paisaje, listada por el rostro de las cosas, como si fuese a dar testimonio de todas ellas, y que no se rinde, del peso, y sigue con su carga de semblantes sin que nadie vea quién la recoge».[18]En el poema «Agua», de Tala, Gabriela comienza por una imagen que igualmente vincula agua y remembranza de punto geográfico:

Hay países que yo recuerdo

como recuerdo mis infancias.

Son países de mar o río,

de pastales, de vegas y aguas.

Aldea mía sobre el Ródano,

rendida en río y cigarras;

Antilla en palmas verdi-negras

que a medio mar está y me llama;

¡roca lígure de Portofino,

mar italiana, mar italiana![19]

Otro poema de Tala también revela ecos de la perspectiva lírica de «Elogio del agua». Se trata de «Beber», en el cual –como en el poema «Agua»– Gabriela asocia hitos de su geografía personal: Aconcagua chileno, Mitla mexicana, Puerto Rico. El poema concluye con una intensa imagen del agua –coincidente con los matices de «Elogio del agua»– como vía de introspección y, a la vez, de la memoria como eternidad, captada en concomitancia con el acto de beber agua, perfilado con un dejo popular marcado que levanta, por contraste, una tenue connotación mística del texto:

La cabeza más se subía

y la jarra más se abajaba.

Todavía yo tengo el valle,

tengo mi sed y su mirada.

Será esto la eternidad

que aún estamos como estábamos.[20]

Estos y otros momentos de la escritura mistraliana ponen de manifiesto que su prosa –emanada de su poética general–, no es una mera extensión de su poesía –ni especie de ganga prosaica, derrame lateral del impulso lírico–, sino que –por lo menos en el caso de los Elogios aquí comentados– manifiesta tendencias estructurales y expresivas propias –como se insistirá más adelante–, marcadas por la presencia frecuente de ritornelo, predicación nominal, ademán humanizador del entorno, abarcadura ontológica de un cosmos a la vez natural y social; además, en ciertos casos construye una imagen temática que precede, en el proceso de creación de Gabriela, a la configuración de una imagen paralela en el verso.

También en ese año 1927 publicaba en El Mercurio su texto «El fuego». Prosa lírica, desde luego,en un difícil maridaje de síntesis intuitiva –firme entalladuratropológica– y discurso lineal prospectivo,donde el fuego, principio esencial, es conformadopor la autora con cierto regusto tanto heraclitano–principio generador–, como bíblico –potencia purificadora–,pero desde una perspectiva tambiénmodernista, en tanto lo ígneo aparece tácitamentevinculado con la expansión tecnológica y fabril.Su estructura, en términos latos de discurso linguoestilístico,consiste en una serie de expresiones nominales –sucesión de apasionada, cuanto reflexiva denotación–, que son interrumpidas por un estilizado ritornelo –El Fuego es robusto, frenético y fino–, cuya función es condensar la catarata de denominaciones en una declaración que sintetiza la idea de fuerza, exaltación y sutileza, testimonio de una postura a la vez lírica y noética, amalgama que, marcada necesariamente por resonancias profundas de la sensibilidad mistraliana, tiene, como en el «Elogio del agua», un intenso relumbre de experiencia mística:

El Fuego quemando el rastrojo en las colinas de trigo de Arauco, con lamedura baja, y que deja las colinas pintadas como una pantera, a grandes rosas negras, o las deja blanqueadas como con la lepra blanca de la mano sobrenatural de Moisés. // El Fuego es robusto, frenético y fino. // Única flor verdadera de la Tierra, fucsia súbita, fucsia de cuarenta pétalos que giran, tomando del aire su savia violenta. // El Fuego vencedor de la modorra de los metales, que derrite la plata por pasión de verla goteando su pesado sudor como la magnolia y derrite el oro por mostrar la sangre escondida de Dios. // El Fuego de las usinas apasionadas, oculto en las axilas más secretas de la usina, escondido como la palabra secreta, y que no se toca sin que la mano caiga en un pétalo de ceniza.[21]

De nuevo, concurre una sucesión de oraciones nominales, la cual resulta taraceada, aquí y allá, por la definición oracional completa que establece al fuego como entidad de volumen, pasión y refinamiento. Las frases sin indicación de estado o acción van creando una superposición de cualidades y, también, de dimensiones espaciales del ser ígneo, que permiten visualizar facetas numerosas de lo incandescente en la espiritualidad del hombre, así como en la cabal materialidad del universo. Hay una voluntad devoradora de abarcar el cosmos, asumido en términos de comunión del hombre y el planeta. Así, el fuego aparece tanto como fenómeno natural –«flor verdadera de la Tierra»–,[22] como ímpetu y calidad de lo humano –«El Fuego que anda en las criaturas; pequeñas mostazas de fuego corriendo por nuestra sangre y que nos vuelven vivaces como a la cabra de Arabia las hierbas acres»–;[23] es un elemento de la producción fabril, y a la vez un factor que transparenta el misterio y el impulso del espíritu: «El Fuego del amor, que tiene lengua sin sueño y propia atizadura y quehacer transparente como un largo vidrio del cuerpo del hombre para que se vea su salamandra sentada en el corazón».[24] Se advierte, entonces, una orientación por completo concordante, en lo entrañable de su ademán poético, con la perspectiva creadora que Ballagas identificara en Neruda: es una reconquista –apasionada y llameante en el caso de Gabriela– de la materia, transfigurada en su identificación con lo humano, en esas «bodas de la consistencia, del contorno y del peso con los sentidos; las nupcias jubilosas del electrón y el átomo con el pensamiento liberado del hombre».[25] Subyace, por tanto, un tono proclive a la reflexión de matices filosóficos; afirmar esto pudiera parecer aquí una obnubilación crítica, dado que la imagen más difundida –pero en buena medida epidérmica– de Gabriela Mistral es la de una escritora telúrica, en la cual se potencia ante todo un canto a la naturaleza, al hombre humilde, a sus oficios más tácitos y pobres. Lo cierto es que uno de los textos incluidos por Jaime Quezada en Elogios, pone en evidencia un impulso que enlaza la imagen literaria con la meditación de alto vuelo filosófico. En «Las maderas», la autora de Ternura trasciende la presumible visualización del árbol como entidad viviente, como elemento del paisaje, como factor aditivo de la imagen. En un momento de especial estatura en el texto, su boceto del árbol establece inusitadas concordancias entre el ente de vegetación y lo esencial de la actitud filosófica, de modo que se produce en su escritura –y no es la única ocasión en su poesía y en su prosa– lo que advertía Ballagas en la poesía vanguardista nerudiana: «las nupcias jubilosas del electrón y el átomo con el pensamiento liberado del hombre».[26] Mistral describe con audacia la esencia del árbol –funde en una sola percepción lo sensorial y el decurso de la meditación sobre el misterio de la vida y de la muerte humanas– en lo que tiene de común con el pensar filosófico. Sorprende descubrir así, en la autora de Desolación, una escala barroca en el edificio verbal con que describe la relación profunda entre el hombre y el árbol. Al trazar su imagen encendida del nogal –bien que marcando su propia distancia respecto de esta madera–, Gabriela lo reviste de nexos profundos con el pensar filosófico y, aunque advierte que esa madera le es ajena –«El austero, el melancólico nogal. Un ataúd de nogal para Erasmo, y otro para Fray Luis, el de León, y otro para Paul Claudel el eclesiástico, no para mí, no para mí»–,[27] ese rechazo consciente nos la descubre, por ello mismo, como al tanto del tono de la palabra metafísica:

El nogal, el nogal austero, un poco teólogo y aristocráticamente estoico a lo Séneca. Nogal regalado en espaldares de coros, con el Antiguo Testamento en rombos y cuadros que saltan, ofreciendo el sacrificio de José o los pechos de Débora cantando o la lucha de Jacob con el Ángel. Desperdiciando nogal de los lechos de los viejos, lechos amplios como para que la muerte no los tantee en la orilla. Ceremonioso nogal perdido, porque los viejos deberíamos dormir cerca del suelo, a un palmo, para anticipar el hálito de la otra cama más baja, para bien aceptarla. Nogal solemne de las cómodas en que los viejos guardan sus vestidos, demasiado marcados del cuerpo viejo, que ensaya la carcasa. Nogales hacendistas de los cofres de viejo en que se ofende el oro joven, que es centauresco siempre, revuelco con fojas de Testamentos. En nogal han dormido y comido edades presuntuosas, pensativas.

Erasmo metía en un armario de nogal sus cuadernos y Santo Tomás sus acomodos de Aristóteles, que eran trampa para Aristóteles.[28]

 «Las maderas», tanto o más que el resto de los Elogios, se alza como un discurso de integración, en el cual hallan su sitio –su árbol– filósofos y reyes junto a los obreros que dominan la poética mistraliana: «Para mí, el álamo un poco proletario en que se hacen los ataúdes de los artesanos. El pobre álamo no se compromete con eternidad, y si lo ponen en cementerio húmedo se pudre al año y suelta su fajo de podre con lo que cumple su encargo».[29]

La actitud omniabarcante preside los Elogios, que trasuntan un afán de integración no solo del hombre y el cosmos, sino también de las culturas.

Con una intensidad llameante esta prosa de Gabriela convoca la totalidad planetaria del saber humano, en una sugerencia, a la vez lírica y noética, de la dirección única del bregar del ser en las más diversas latitudes. Por eso su «Elogio de la naturaleza» (1933) no es sino una sucesiva visión de las flores más modestas –violeta, desde luego; amapola, romero, corre-vuela, azahar, saúco–, que son transustanciadas en formas de lo humano universal. De aquí la mención, tan directa y reveladora, de un término botánico cuya frialdad científica resulta transformada en imagen de la esencia misma del texto: «Yo veo mi taza blanca jaspeada de azul, y el corimbo pesado que había hervido de abejas humeando para mi fiebre».[30]La humanidad toda, en su diversidad cultural, es visualizada por Gabriela como un corimbo, una inflorescencia centelleante en la que los pedúnculos florales –rendimientos variopintos del saber y el arte– nacen en distintos puntos del eje, pero alcanzan, de un modo u otro, una altura semejante, coincidencia que es reflejo de aquella que hace que, en español, el polvo más humilde y anónimo, y el planeta entero, se denominen con el mismo llano vocablo, tierra:

El azahar que se abre en estrella, como las cosas felices, y que hace del naranjo nocturno un jaspe que alucina; el azahar que tiene su capital de aromas en Granada, donde pare a la fuente y en la hora da su olor agudo de punzada, y que vuelve por su esencia, como grávida, una tierra y la Tierra; el azahar que nos hace tambalearnos de su esencia, como la palabra de Isaías al Rabino.

El azahar amarillo de los enfermos, con olor más lejano que Omar Khayyam, amigo del corazón ciego, el cual busca los aromas que son lentos, como el paso en la arena.[31] Inmensa cámara de ecos, la prosa mistraliana reunida en Elogios abraza por igual la obra de arte de refinado fuste –de fray Luis de León a Leonardo da Vinci; de Jan van Ruysbroeck a Benvenuto Cellini; de Paul Claudel a Omar Khayyam–, que la artesanía en que se revela que el hombre, también en su estrato más popular, es por esencia un imaginero, un constructor de imágenes:

El octavo regaloneo de la alabanza se les dirige a las artesanías criollas y araucanas, a los muñecos de barro que venden en la Feria de Chillán, a los vasos de cuerno que vocean en Santiago sobre las gradas de la Catedral y a los «choapinos» clásicos de la Araucanía. // Las figuritas están hechas en un barro que vuelven de negro entrañable y que es tan bello como el blanco por su antojo de absoluto. // Hacen en él, sobre él y por él bestiarios nunca vistos: caballos que se pasan a venado, pavos que se deslizan a gallo, vacas que van para alpaca; ensayan ellas la marcha de una forma a otra, no se paran en ninguna y a causa de ello la serie de los modelos no se agota. Esos alfareros, esos amasadores, tienen presente cuando contornean y soban las primeras formas de este mundo, antes de que se hincaran en tipos, las que balanceaban entre dos o tres intenciones muy a su gusto de no decidirse y no acabar de ser lo que ya iban a ser. [32]

Los elogios en prosa, por tanto, permiten el acceso a una visión más amplia de la palabra de Gabriela, hacia la dimensión secreta en que se funden su percepción de lo pequeño infinitesimal y lo infinito, integradores de su estremecido retrato de lo humano esencial. En 1947, la poetisa cubana Fina García Marruz escribió unas reflexiones acerca de la renovación poética de la primera mitad del siglo XX, las cuales, aunque no referidas a Gabriela, evidencian cuánto de la obra mistraliana se hallaba involucrado en ese nuevo impulso de la lírica:

La poesía moderna está tratando de salir, en sus mejores poetas, de ese «abuso de la intimidad» a que se estaba llegando, pero su ambición no se detiene en un expresar esa realidad de las cosas que en una forma un tanto simplista se venía oponiendo a la nuestra, cuando es lo cierto que ellas forman parte de un idéntico laberinto. Lo exterior no es lo externo. La poesía está buscando una exterioridad mucho más profunda. Pues las cosas que nos rodean están en relación con nosotros, ligadas indisolublemente a nuestra vida o a nuestra muerte, pero no podemos siquiera imaginar algo que esté fuera de su relación con nosotros, fuera de nuestra vida y nuestra muerte, del mismo modo que no nos podemos imaginar a nuestro Ángel o a Dios.[33]

La prosa de Gabriela Mistral, tanto como su poesía –y a veces con mayor nitidez que esta– da cuenta de esa reorientación de la creación lírica, que ahora aspira a conquistar como tema precisamente esa relación multiforme, evanescente y siempre ardua entre el hombre y el universo. Sus elogios, en última instancia, son un canto de exaltación ante esa identidad, que para la poetisa es una piedra de toque de la existencia cotidiana. De aquí su capacidad de abarcar dimensiones de la vida, las cuales, bajo su aparente lejanía y extrañamiento, configuran espacios de integración. Por otra parte, otro elemento, ya consignado antes, ayuda a vislumbrar a Gabriela bajo una luz distinta de la –tan desgastada y superficial– que la presenta como una poeta de puras intuiciones emotivas, sin otro calado que una vibrante ternura de campesina hispanoamericana. Muy al contrario, su prosa la muestra como una sensibilidad que se abre, con voluntad entera, a los ecos del mundo y, en particular, a las voces diversas de la cultura humana, a las cuales ella convoca a tomar sitio en su discurso literario. No se trata de una intertextualidad banal, sino de la expresión de una necesidad artística profunda, que es posible ponderar desde una necesidad continental, expresada por José Lezama Lima en términos meridianos en La expresión americana, en el que un pasaje estremecido del gran escritor cubano aludía a la utilidad de una perspectiva infantil –vale decir, primaria en su impulso y en una calidad interpretativa que se caracteriza por la apertura desprejuiciada a las sensaciones tanto como a las ideas– para la literatura de nuestra América, en términos de un afinamiento de la imaginación creadora:

Esa imaginación elemental propicia a la creación de unicornios y ciudades levantadas en una lejanía sin comprobación humana, nos ganaba aquel calificativo de niños, con que nos regalaba Hegel en sus orgullosas lecciones sobre Filosofía de la Historia Universal, calificativo que se nos extendía muy al margen de aquella ganancia evangélica para los pequeñuelos, sin la cual no se penetraba en el reino. Hay allí una observación que no creo haber visto subrayada, de que es necesario crear en el americano necesidades, que levanten sus actividades de gozosa creación. Además de la función y el órgano, hay que crear la necesidad de incorporar ajenos paisajes, de utilizar sus potencias generatrices, de movilizarse para adquirir piezas de soberbia y áurea soberanía.[34]

Un vínculo entre la percepción estética de Lezama y la de Gabriela Mistral puede parecer menos imprevisto desde una lectura de la prosa de los Elogios, en la cual confluyen, en esencia, en su dinamismo y su interna tensión muscular –almendra barroca inconfundible–, esferas diversas de la percepción y la vivencia. El propio Valéry, en aquel prólogo que Gabriela se negó a aceptar, parece haber percibido ese dejo de barroquismo americano:

Valéry no puede ni quiere ocultar que los separa un muro. Advierte que el material de construcción de este edificio a ratos enigmático y abigarrado le debe muy poco a la tradición europea, aunque está escrito en una vieja lengua del continente central. Ella maneja ese idioma como si viniera de otra matriz, o de un laboratorio primitivo donde el barroco latinoamericano y la cristalización de los sueños en palabras se fragua con elementos vírgenes naturales de una tierra inédita.[35]

Gabriela Mistral, en los Elogios, como en otras zonas de su escritura en verso y en prosa, se orientó con avidez en una dirección semejante, que, con Lezama, puede calificarse de profundamente americana por su voluntad de integración de ámbitos diversos –de cultura y de paisaje– a través de un edificio literario en el cual desaparece la alteridad entre lo exterior y lo propio, macerados en un imaginario personal de la autora, transido de ansiedad no ya solo por lo propio continental, sino por lo humano entrañable. Hay en el sustrato profundo de esa escritura una herencia del modernismo que, en su primera juventud lectora y en sus primeros pasos como poeta, la nutrió de manera perceptible: su devorador interés por el mundo americano, en primer lugar, y por la relación entre el hombre y el universo, responden, en su propia base creativa, a ciertas zonas de la estética modernista que subrayan la plenitud de Hispanoamérica como territorio de posibilidades infinitas. La mujer que escribe estos elogios –y no solo el referido a Chile–, revela una fruición, una energía en la conquista por la palabra, que tenía su no remoto origen en determinada exaltación modernista del Continente. Del mismo modo, esta prosa se entronca con un enorme afán de transformación de la poesía que, desde las vanguardias, aspira a enfrentarse de un modo nuevo a la realidad que enmarca al hombre hispanoamericano hasta conducirlo a esas nupcias de que hablara Ballagas. Las prosas de Elogios, en fin, evidencian una aspiración a contemplar, bajo nuevas luces, el espacio mismo, en su dimensión universal enorme, y en su especificidad latinoamericana. Este aspecto de su escritura, pues, muestra a Mistral como una artista de reflexión consciente. Los Elogios, por lo demás, con mayor intensidad que otras prosas de la autora, la revelan en plena lucha con la configuración artística del espacio en su discurso personal. En una conferencia leída por ella en Montevideo, Cómo escribo, se transparenta el sentido hondamente agonal de su actitud ante la creación literaria: «En el tiempo en que yo me peleaba con la lengua exigiéndole intensidad, me solía oír, mientras escribía, un crujido de dientes bastante colérico, el rechinar de la lija sobre el filo romo del idioma».[36]

Por tanto, nada más ajeno a Gabriela que la actitud de la irreflexiva poeta naif, movida por simples impulsos de intuición y no por una cabal conciencia de su propio proceso creativo.

De aquí el profundo sustrato reflexivo de esta prosa; de aquí su vibración de poesía desplegada más allá de la forma versal; de aquí, por último, su perenne sentido dialogante, pues constituye una advertencia, que nos toca, acerca de la fragilidad y la profusión insondable de los nexos entre el ser humano, en sus variedades cardinales, y el inapresable misterio del entorno.


[1] Véase Recados contando a Chile, selección, prólogo y notas de Alfonso M. Escudero, Santiago de Chile, Editorial del Pacífico, 1957.

[2] Ver Gabriela Mistral: Nota introductoria a «La lengua de Martí», Poesía y prosa, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1993, p. 430.

[3] Emilio Ballagas: «Sergio Lifar, el hombre del espacio», Obra poética, La Habana, Letras Cubanas, 1984, p. 236.

[4]Saúl Yurkievich: «L´avant-garde latino-américaine: ruptura de la permanence ou permanence de la rupture», Les avant-gardes littéraires au XXe, Centro de Estudios de las Vanguardias Literarias de la Universidad de Bruselas, Bruselas, 1984, vol. II (Théorie), p. 1077. [La traducción del pasaje citado es del autor]

[5]Citado por Volodia Teitelboim en Gabriela Mistral, pública y secreta, La Habana, Arte y Literatura, 2003, p. 247.

[6]Ibíd., p. 248.

[7] Ibíd., p. 249.

[8] Saúl Yurkievich: Ob. cit. (en n. 4), p. 1076.

[9] G. Mistral: Ob. cit. (en n. 2), p. 343.

[10] Ibíd., p. 344.

[11] G. Mistral: Ob. cit. (en n. 2), p. 350.

[12] Yuri M. Lotman: Estructura del texto artístico, Madrid, Ediciones Istmo, 1988, p. 270.

[13] Ibíd., p. 271.

[14] Ibíd., p. 272.

[15] G. Mistral: Ob. cit. (en n. 2), p. 345.

[16] Ídem.

[17] Ibíd., p. 346.

[18] G. Mistral: Ob. cit. (en n. 2), p. 345.

[19] Ibíd., p. 135.

[20] Ibíd., p. 155.

[21] G. Mistral: Poesía y prosa, ob. cit. (en n. 2), p. 341.

[22] Ibíd., p. 341.

[23] Ídem.

[24] Ídem

[25] E. Ballagas: Ob. cit. (en n. 3), p. 236.

[25] Ídem.

[26] E. Ballagas: Ob. cit. (en n. 3), p. 236.

[27] G. Mistral: Ob. cit. (en n. 2), p. 352.

[28] Ibíd., p. 351.

[29] Ibíd., p. 352.

[30] Ibíd., p. 353.

[31] Ibíd., p. 354.

[32]Ibíd., p. 359.

[33] Fina García Marruz: «Lo exterior en la poesía», Ensayos, La Habana, Letras Cubanas, 2003, p. 75.

[34] José Lezama Lima: La expresión americana, La Habana, Instituto Nacional de Cultura, 1957, p. 25.

[35] V. Teitelboim: Ob. cit. (en n. 5), p. 245.

[36] Ibíd., p. 205

Tomado de la revista Casa de las Américas no. 262

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