Por: Sergio Ospina Romero

El título de este texto, a pesar de frases un poco rimbombantes como «vidas después de la muerte» o «viajes en el tiempo», apunta al ejercicio y al reto de escribir biografías de músicos; es decir, una práctica de investigación que consiste en dar cuenta de una vida que no es la del investigador. De hecho, en la mayoría de las biografías, el biógrafo casi que pasa desapercibido, algo así como la voz en off del narrador de una película —demasiado presente como para ignorarla y, al mismo tiempo, suficientemente despersonalizada con respecto a lo que ocurre en la trama como para asumirla exclusivamente como un vehículo narrativo, casi mecánico y sin vida propia. Incluso, el biógrafo es con frecuencia como las cámaras, los micrófonos o el personal técnico que hacen posible la producción de una película: indispensable pero inadvertido para la audiencia. Tal es, entre otras cosas, uno de los misterios más intrigantes del mundo del cine, según lo planteó en su momento Walter Benjamin y lo problematizó tiempo después Miriam Hansen: la forma como crea una ilusión de realidad por medio de mecanismos esencialmente artificiales; un tipo de magia en el ámbito de la percepción al experimentar una realidad supuestamente espontánea y libre de máquinas —o «equipment-free […] reality»— en la que dejamos de ser conscientes, al menos mientras dura la película, de la mediación tecnológica y artística del cine[1]. A lo mejor, algo parecido podría decirse de la escritura de biografías.
En las líneas que vienen a continuación quiero hablar sobre biografías a la luz de algunas ideas que pienso que pueden enriquecer el universo epistemológico de la biografía como género literario o académico. Al mismo tiempo, sin embargo, no puedo evitar traer a colación algunos pensamientos con respecto a quienes escriben las biografías y a las biografías mismas, entendidas en este caso no como un eufemismo para referirse a la vida de alguien, sino como obras con agencia y vida propias. Con frecuencia, aunque poco hablemos de ello o siga siendo un asunto que pasa desapercibido —como las voces en off, las cámaras o los micrófonos— las vidas y las vidas póstumas de los músicos no son tan distintas, en el fondo, de las vidas y las vidas póstumas de los biógrafos y las biografías.
Mis ideas aquí son un desarrollo posterior, algo así como una vida póstuma —o un after life— de dos proyectos y publicaciones anteriores: Dolor que canta, un libro que publiqué en 2017 sobre el compositor colombiano Luis A. Calvo (1882-1945) y «‹El final que nunca acaba», o las vidas póstumas de los músicos», un artículo que escribí para un dossier sobre biografía que salió hace poco en la Revista Argentina de Musicología.
Mi libro sobre Calvo es, en apariencia, una biografía más o menos convencional, en el sentido de dar cuenta de la vida de un personaje en orden cronológico, desde su nacimiento hasta su muerte. Según mi propia apuesta investigativa y la opinión de algunos lectores, también es una biografía poco convencional en el sentido de pensar la vida individual como una oportunidad o un prisma para hacer historia social y cultural en términos más amplios, sobre todo al reconsiderar los propósitos mismos de la narrativa biográfica. Con varios episodios en el libro, por ejemplo, el asunto no es contar lo que pasó sino interrogar la memoria y reflexionar críticamente sobre «cómo se recuerda lo que pasó».[2]
Por otra parte, «‹El final que nunca acaba›…» fue una ocasión para retomar algunos hilos inconclusos en el libro sobre Calvo, particularmente con respecto a su vida después de la muerte y al tenor de otras biografías y nuevos personajes, reales y ficticios, que terminé convocando, entre ellos Chano Pozo, Selena, Nat King Cole, Clara Schumann, Johannes Brahms, Nemo Nobody y Edward Bloom.[3]
Es preciso aclarar, por si acaso, a qué me refiero con aquello de «vidas después de la muerte». A pesar de todos los esfuerzos que se puedan hacer para dar cuenta de la vida de un personaje, muchas cosas quedan inconclusas al escribir una biografía. A la vez que la muerte de una persona suele dejar en evidencia varios asuntos pendientes o sin resolver, las biografías, a menudo, son solamente el relato inacabado de una vida. Al tener en cuenta las interacciones de los vivos con el legado de los muertos y la forma en que el pasado se recrea constantemente en virtud de dichas interacciones, es claro que también hay una vida para los muertos (entre los vivos) después de la muerte. No se trata de un más allá espiritual, aunque quizás aquello podría ser un material biográfico indispensable, sino de una vida póstuma que tiene que ver con los juegos de la memoria y la incesante reinvención de las vidas y los pasados. En efecto, escribir una biografía o recrear una vida es, quizás como la vida misma, un acto performativo.
Investigar una vida, a menudo, implica recolectar muchos materiales y mucha información que al final quedan por fuera de la biografía que se termina escribiendo. Con frecuencia, tales excesos del archivo tienen que ver con asuntos relacionados con su vida después de la muerte: documentos personales, legales y judiciales sobre herencias, sucesiones, pleitos por derechos de autor y un sinnúmero de cuestiones profesionales y domésticas; vestigios de homenajes, seguidores, publicaciones y artefactos para recordarlo; y hasta escritos producidos por otros biógrafos. Para el investigador cuya agenda se limita a la temporada durante la cual el personaje vivió sobre la tierra, tales cuestiones son irrelevantes y pueden incluso representar un estorbo. Pero en ocasiones pueden resultar tan importantes como aquello que concierne a la vida misma. Con Calvo, por ejemplo, de forma similar como lo hizo Deborah Paredez al estudiar la vida póstuma de Selena, esto implica indagar sobre toda una serie de asuntos relacionados con la performatividad de la memoria, entre ellos, los conciertos de homenaje, la proclamación legal de su estatus de celebridad muerta, la erección de estatuas y monumentos, la curaduría de un museo y hasta la producción de una telenovela.[4]
Considerar las vidas póstumas de los músicos implica, por tanto, extender los límites de la agencia humana no solamente hacia el mundo social que sobrevive a la muerte del personaje en cuestión sino hacia lo intramundano, es decir, a la forma en que muertos y vivos siguen interactuando y colaborando productivamente —como plantean Jason Stanjek y Benjamin Piekut.[5] Además, exige prestar atención a dos asuntos cruciales: la falsificación inherente a todos los esfuerzos por re-crear una vida y el carácter transhistórico de la música y de las vidas de los músicos. A esto último es a lo que me refiero en mi título con aquello de «viajes en el tiempo».
Recordar un músico muerto no implica solo involucrarse con su pasado, sino también reinventar su futuro. El conjunto de operaciones relacionadas con vivir una vida, seguir viviendo después de la muerte como un actor social con agencia entre los vivos, investigar esa vida, recrearla incesantemente de forma póstuma a través de distintos medios y reproducir o reinterpretar su música, pone en evidencia una red transhistórica de intervenciones, es decir, un sinnúmero de saltos en el tiempo que, en conjunto, constituyen el relato de aquella vida. Lejos de ser una crónica inmutable, la historia —con H mayúscula o minúscula— es un escenario narrativo en construcción constante. No me refiero al tipo de construcción como la de un rompecabezas o un edificio que se va completando poco a poco, sino a uno más parecido a las construcciones que mis hijos hacen con sus fichas de lego, en donde sin importar cuán avanzada esté una escena, siempre es susceptible de ser derrumbada total o parcialmente y reelaborada desde un nuevo concepto. Si, como dice David Lowenthal, «el pasado es un país extranjero», es uno que se forja a partir de intervenciones performáticas desde futuros distintos y por ello, sin importar cuantas veces lo visitemos, siempre nos resulta foráneo, insólito y hasta perturbador.[6]
Siguiendo el derrotero de Joseph Roach, Deborah Paredez subraya que «la memoria, como el performance, ‹opera como cita e invención, una improvisación sobre temas prestados, con postulados que tienen que ver tanto con el futuro como con el pasado›».[7] Al igual que con la improvisación en el jazz y en otras músicas, cada nueva biografía es a menudo una variación a partir de un relato ya conocido o que apenas se está conociendo e imaginando; una variación impulsada, inevitablemente, por el trasegar póstumo de la vida que se quiere (re)tratar y (re)crear. Por tanto, la performatividad de la memoria, desde el funeral del personaje en adelante, pone de manifiesto fuentes potenciales de producción de capital material e inmaterial que eventualmente pueden servir incluso para producir y reproducir otras vidas póstumas. Así las cosas, a la vez que la agencia sigue su curso después de la muerte, las transacciones, conexiones y colaboraciones intramundanas se convierten en una red dinámica y compleja de actores sociales —vivos y muertos, humanos y no humanos. Una red que, estudiada en detalle, bien podría servir para interrogar y repensar los mundos sociales y musicales que, en términos amplios, constituyen el telón de fondo de la historia.
Pero no solo las vidas y las biografías se definen en virtud de viajes en el tiempo. Como plantea Alejandro L. Madrid, la música, en tanto práctica sociocultural, «existe siempre más allá del espacio y tiempo en que es creada […] la música del pasado existe en el presente como música» y no simplemente como un vestigio material del pasado.[8] El acontecer de la música en momentos distintos en el tiempo ––o sus «sonares dialécticos»–– pone en evidencia su carácter transhistórico y su capacidad para articular muchos futuros posibles de consumo y cotidianidad. La posibilidad de grabar el sonido y de reproducirlo en cualquier instancia futura es también un síntoma y una metáfora de la reproducción social de la música y, con ella, de las vidas de los músicos; y si bien cada nueva reproducción parecería ser simplemente una reiteración de una reproducción pasada, la verdad es que con cada nueva reproducción nuevas cosas están pasando. La música ya no es igual porque quienes la escuchan ya no son los mismos y el mundo tampoco es el mismo. La inestabilidad de perspectivas que reina en la formulación de las narrativas históricas es un correlato a la versatilidad performativa que es inherente a la reproducción musical.
Y al igual que las vidas, las biografías y la música, los investigadores y sus proyectos de investigación también son transhistóricos. Con frecuencia, por más que queramos, no podemos simplemente sepultar un proyecto pasado (o una publicación) y seguir adelante con nuestras vidas. A menudo, tales proyectos y tales publicaciones terminan teniendo una vida póstuma propia, que escapa nuestro control, pero que nos visita y convoca nuestra atención casi de forma fantasmagórica. Y ni qué decir de nosotros y de lo vayan a ser nuestras vidas póstumas. Estos y otros asuntos son parte de un artículo a cuatro manos que esta por nacer, y cuya historia, como diría Gabriel García Márquez, esperamos vivir para contarla.
REFERENCIAS
Benjamin, Walter: «The Work of Art in the Age of Mechanical Reproduction», en Illuminations, 1st ed., Harcourt, Brace & World, New York, 1968, pp. 219-253.
Hansen, Miriam: «Benjamin, Cinema and Experience: ‹The Blue Flower in the Land of Technology›», en New German Critique, no. 40, 1987, pp. 179-224.
Lowenthal, David: The Past Is a Foreign Country, Cambridge University Press, Cambridge, 1985.
Madrid, Alejandro L.: «Sonares dialécticos y política en el estudio posnacional de la música», en Revista Argentina de Musicología, no. 11, 2010, pp. 17-32.
Ospina Romero, Sergio: Dolor que canta. La vida y la música de Luis A. Calvo en la sociedad colombiana de comienzos del siglo XX, Instituto Colombiano de Antropología e Historia, Bogotá, 2017. ___________________: «‹El final que nunca acaba›, o la vida póstuma de los músicos», en Revista Argentina de Musicología 22, no. 1, 2021, pp. 77-99.
Paredez, Deborah: «Remembering Selena, Re-Membering Latinidad», en Theatre Journal 54, no. 1, 2002, pp. 63-83. 9
_______________: Selenidad: Selena, Latinos, and the Performance of Memory, Duke University Press, Durham, 2009.
Stanyek, Jason y Benjamin Piekut: «Deadness: Technologies of the Intermundane», en TDR: The Drama Review 54, no. 1, 2010, pp. 14-38.
[1] Walter Benjamin: «The Work of Art in the Age of Mechanical Reproduction», 1968, p. 232; Miriam Hansen: «Benjamin, Cinema and Experience: ‹The Blue Flower in the Land of Technology›», 1987, pp. 202-208.
[2] Sergio Ospina Romero: Dolor que canta. La vida y la música de Luis A. Calvo en la sociedad colombiana
de comienzos del siglo XX, 2017, p. 42.
[3] Sergio Ospina Romero: «‹El final que nunca acaba› o la vida póstuma de los músicos», 2021, pp. 77-99.
[4] Deborah Paredez: Selenidad: Selena, Latinos, and the Performance of Memory, 2009.
[5] Jason Stanyek y Benjamin Piekut: «Deadness: Technologies of the Intermundane», 2010, pp. 14-38.
[6] David Lowenthal: The Past Is a Foreign Country, 1985. La frase es de L.P. Hartley, de su novela The Go-Between (1953): «The past is a foreign country; they do things differently there».
[7] Deborah Paredez: «Remembering Selena, Re-Membering Latinidad», 2002, p. 69.
[8] Alejandro L. Madrid: «Sonares dialécticos y política en el estudio posnacional de la música», 2010, p. 27.
*Texto basado en la ponencia del mismo nombre presentada en la mesa La bibliografía musical a discusión, que tuvo lugar en el contexto del XII Coloquio Internacional de Musicología organizado por la Casa de las Américas con motivo de su Premio de Musicología, realizada el 9 de marzo de 2022 en formato híbrido.
Tomado de la revista Boletín Música no. 58